Cuento: El río de los reflejos cambiantes

Cuento: El río de los reflejos cambiantes 1

El río de los reflejos cambiantes

En la aldea de Espejismos, donde las casas tintineaban con los reflejos del río Tabith, vivía Alma, una muchacha cuyo corazón era tan vasto como el cielo y tan profundo como los océanos.

La piel de Alma poseía ese brillo oliváceo que regalan los amaneceres plácidos.

Sus ojos, dos soles en miniatura, centelleaban con la fuerza de la esperanza.

Sin embargo, en lo más recóndito de su ser, una sombra susurraba inseguridades que nublaban su espíritu como la niebla cubre las montañas.

Una fresca mañana de primavera, Alma decidió pasear por la ribera del río Tabith.

El camino era sinuoso, decorado de flores silvestres que danzaban al ritmo de la brisa.

El río, ese misterioso espejo del alma del mundo, aparentaba conocer los secretos más profundos de cada ser.

Como cada día, Alma abrazaba la soledad del amanecer, escudriñando en las aguas cristalinas, esperando alguna señal que le mostrase su verdadero valor.

Al llegar a un remanso, la joven se detuvo y escuchó la melodía susurrante del agua.

Allí, reflejada en el espejo líquido, vio su figura rodeada de los colores del alba.

Un pensamiento fugaz cruzó su mente: “¿Es esta la misma mirada que tienen los demás sobre mí?”.

—¿Qué buscas en las aguas, joven Alma? —una voz profunda la sobresaltó.

Se giró y descubrió a un anciano de mirada afable y sonrisa sincera que se había sentado en el tocón de un árbol caído.

Era Velas, el tejedor de historias, conocido por todos por sus relatos que curaban las almas.

—Busco reflejos, Velas. Reflejos que me muestren quién soy realmente. ¿Acaso los conoces? —respondió con curiosidad la joven.

—Oh, Alma, los reflejos cambian con cada onda, con cada brisa. Son como las historias que tejemos en nuestras vidas. Te contaré un cuento, escucha con atención porque en él podrás hallar aquello que anhelas descubrir.

Velas comenzó a narrar la historia de una niña que, en ese mismo río, encontró un pez con escamas de mil colores.

Ese pez le confesó que había aprendido a reflejar la luz de manera diferente cada día, jugando con los tonos y las sombras.

—¿Y cómo lo consiguió? —preguntó Alma con los ojos brillantes de interés.

—La niña preguntó lo mismo al pez. “Cada amanecer decido qué colores reflejar. Algunos días elijo el azul profundo para sumergirme en la tranquilidad, otros el rojo pasión para perseguir mis sueños con ardor. Pero lo más importante es que cada color que escojo, es un color que resuena con mi ser más profundo”.

En ese instante, algo hizo clic en el interior de Alma.

Comprendió que la belleza de su reflejo no residía en la perfección inamovible, sino en su capacidad de ser fluida, de cambiar y jugar con su esencia y las percepciones de los demás.

Los días siguieron su curso y Alma practicó el arte de ser como el pez de mil colores.

Aprendió a adoptar su propio brillo, válido por la mera existencia de su ser.

Pronto, las gentes del pueblo notaron un cambio en Alma.

Su andar, antes vacilante, ahora era un desfile de confianza.

Su risa, un canto que embelesaba incluso a los pájaros. Y sus palabras, eran semillas que germinaban amor propio en aquellos que las escuchaban.

El cambio no pasó inadvertido para Espejismos, un joven de la aldea cuyo nombre coincidía con el pueblo.

Espejismos había habitado siempre en la sombra de su propio nombre.

La duda era su compañera constante, al punto de confundir su visión de sí mismo con la de un fantasma en la bruma.

Espejismos, mudo testigo de la transformación de Alma, decidió acercarse a Velas, el anciano tejedor de historias.

—Velas, he observado cómo Alma se ha vuelto luminosa como el día. ¿Podrías contarme esa historia que tanto la ha cambiado?

—Por supuesto, Espejismos; pero recuerda que cada quien debe encontrarse en las historias que escucha. No solo te la contaré, sino que la viviremos juntos. —

Y así, Velas lo llevó a la ribera del río y ambos se dejaron llevar por el reflejo de sus existencias, que el agua tornaba mágico e inesperado.

A medida que Velas hilaba el cuento, Espejismos empezó a entender que el reflejo que veía en el agua no era un enemigo, sino un aliado; no era un espectro de dudas sino un lienzo de posibilidades.

Aprendió que, como el pez de los mil colores, podía escoger qué reflejar al mundo y, principalmente, a sí mismo.

Los encuentros a la orilla del río se convirtieron en una cita diaria para Alma y Espejismos.

Compartieron risas, sueños y, sobre todo, aprendizajes.

Cada uno con su paleta de colores, y cada uno eligiendo sus reflejos con orgullo y aceptación.

Se enseñaron mutuamente que la valía personal no es un reflejo en el agua, sino un fuego interno que cada quien aviva y cuida.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses.

El río Tabith fue testigo del florecimiento de dos almas que se habían alimentado de amor propio, y que ahora, con sus reflejos entrelazados, potenciaban la luz el uno del otro.

Un día, mientras el sol se ocultaba detrás de las colinas, pintando el cielo con tonalidades de sueños, Alma le preguntó a Espejismos:

—¿Crees que hemos cambiado mucho desde que comenzamos a mirar nuestros reflejos en el río?

—No hemos cambiado, Alma; hemos evolucionado. Somos como el río y como el pez. Nuestros reflejos nos recuerdan que hay infinitas versiones de nosotros mismos, esperando ser descubiertas y aceptadas con amor.

La vida en la aldea de Espejismos siguió su curso, mas un cambio profundo había calado en la tierra y en sus habitantes.

El río de los Reflejos Cambiantes se convirtió en un lugar de peregrinación para aquellos en busca de su verdadero yo, y Alma y Espejismos, ahora de la mano, servían como faros de un viaje que comenzaba en las aguas y terminaba en el corazón.

La aldea recitaba a menudo las enseñanzas de Alma y Espejismos, y Velas el tejedor de historias, ahora con la mirada aún más brillante, continuaba narrando cuentos que eran el reflejo de cada ser dispuesto a escuchar y amar la más pura versión de sí mismo.

Moraleja del cuento El río de los reflejos cambiantes

Este cuento nos revela que no existe un único reflejo en el río de la vida; hay tantos como momentos, emociones y decisiones.

El amor propio no se encuentra en la inamovible imagen que otros perciben, sino en el caleidoscopio de nuestra propia esencia.

Está en el coraje de escoger nuestros colores cada día y vivir de acuerdo con ellos.

El río fluye eterno, y nosotros, con cada reflejo, nos declaramos artífices de nuestra propia belleza.

Abraham Cuentacuentos.

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