El hombre de arena

El hombre de arena

El hombre de arena

La luna llena resplandecía con una intensidad sobrenatural aquella noche en el pequeño pueblo de San Telmo, un rincón olvidado en la vasta extensión del tiempo. Las calles empedradas dormían en un silencio profundo, roto solo por el susurro del viento entre los álamos y el eterno crujido de los tablones de madera. En este ámbito de tranquilidad engañosa, un susurro de leyenda rondaba en boca de los mayores: el hombre de arena.

Las hermanas Delgado, Marta y Lucía, eran conocidas por su escepticismo y pasión por los misterios sin resolver. Ambas jóvenes, con cabellos castaños y ojos verdes como esmeraldas iluminadas por la novedad de cada enigma, se lanzaban a la aventura con una valentía envidiable. Marta, la mayor de las dos y de carácter más racional, siempre llevaba un pequeño cuaderno de notas, donde registraba con minuciosidad científica cada observación. Lucía, la más joven y soñadora, solía dejarse llevar por sus corazonadas, confiando en un instinto casi místico que a veces las sacaba de problemas… o las metía en ellos.

Aquella noche, las hermanas habían decidido investigar los rumores en torno al desván de la vieja casa de la tía Cecilia. La tía, una mujer de semblante adusto y mirada perdida, les había dejado en herencia aquel caserón junto con una advertencia inquietante: «Nunca busquen al hombre de arena.» La advertencia había prendido como fuego en la curiosidad de las jóvenes y ahora, armadas con linternas y sus propios fantasmas del pasado, se adentraban en la penumbra del desván.

El desván, un caos de baúles polvorientos, antiguos arcones y muebles cubiertos de sábanas, emanaba el aroma de historias no contadas y secretos guardados con celo. Al fondo del desván, un viejo espejo destacaba por su marco de madera tallada con motivos espirales. Se decía que ese espejo había pertenecido a un noble del siglo XVII, Alfonso de Alba, quien había contratado a un enigmático artista para su creación.

Marta se acercó al espejo con cautela, dejando que sus dedos exploraran las tallas finas de su superficie. “Lucía, mira esto”, llamó a su hermana. Lucía, atrapada en su propio mundo de visiones, volvió a la realidad y se acercó. Al tocar el espejo, una oleada de imágenes y sensaciones inundó su mente.

—¿Has sentido eso? —preguntó Lucía, con voz trémula.

—Sí —respondió Marta, sobresaltada—, como una corriente que muerde.

Sin previo aviso, el reflejo en el espejo cambió. Ya no mostraba el desván polvoriento, sino una playa vacía, golpeada por olas negras como el alquitrán. Un hombre de figura nebulosa se acercaba desde la distancia, sus pasos marcaban huellas efímeras que el viento se encargaba de borrar.

—¿Qué demonios es eso? —murmuró Marta, con un nudo en la garganta.

El hombre de arena se detuvo ante el espejo, mirando a través de la superficie como si pudiera verlas. Sus ojos, pozos sin fondo, emanaban una tristeza abrumadora. Con una voz que resonó en la mente de ambas hermanas, dijo: «Soy el guardián de los sueños rotos. Busco a quienes se atreven a soñar en los confines de lo desconocido.»

Lucía, hipnotizada, se adelantó un paso, su mente inundada por una extraña familiaridad. «¿Quién eres?», preguntó la joven, su voz quebrada por la incertidumbre.

—Soy Sandro, el hombre de arena. Maldito a vagar entre los sueños y la realidad, víctima de mi propia ambición.

Con cada palabra, la niebla que formaba su cuerpo parecía desvanecerse y cobrar forma nuevamente. Marta, siempre racional, intentó romper el hechizo sacudiendo a su hermana, pero Lucía estaba completamente absorbida.

De repente, el viento en el desván se hizo palpable, trayendo consigo un rastro de arena dorada que se agitaba en espirales delicadas. Las hermanas sintieron el tirón de una fuerza invisible y se vieron arrastradas al interior del espejo, a la playa de los sueños rotos. La transición fue sin fisuras, como si hubieran atravesado un umbral de agua, movido solo por un leve temblor de la realidad misma.

Allí, en la playa de los sueños rotos, el cielo se extendía como un manto gris, con nubes de formas imposibles que desafiaban las leyes de la física. Arena fina y dorada se deslizaba bajo sus pies, emitiendo un tenue brillo fosforescente. Sandro, que ahora mostraba una forma humana más definida, las miraba con una mezcla de pena y esperanza.

—Hace siglos —comenzó a narrar Sandro—, yo era un artista obsesionado con capturar la esencia de los sueños. En mi búsqueda, encontré un hechizo antiguo que prometía abrir la puerta entre los mundos. Pero fui imprudente y pagué el precio, condenado a vagar entre las sombras de la consciencia.

Marta, con su lógica infalible, preguntó: —¿Nosotras qué tenemos que ver con esto?

—Vosotras sois las primeras en mucho tiempo en enfrentar este misterio con el coraje de los soñadores. Vuestra conexión con el espejo ha despertado una posibilidad, una esperanza de redención —respondió Sandro.

Aquella declaración aumentó la inquietud en Marta y llenó de determinación a Lucía. Sin embargo, las hermanas sabían que estaban en un lugar donde las reglas del mundo físico no aplicaban. Debían pensar diferente, actuar diferente si querían regresar.

En su trayecto por la playa, encontraron una serie de objetos varados en la arena, cada uno de ellos una representación de un sueño roto: un reloj que marcaba horas inexistentes, una brújula sin aguja, una pluma que no dejaba tinta. Marta y Lucía comprendieron que, para salvarse y liberar a Sandro de su maldición, debían restaurar esos elementos, devolverles su función y, en esencia, reparar los sueños.

Con manos temblorosas, Marta tomó el reloj y Lucía la brújula. Mientras trabajaban, el paisaje cambió a su alrededor con cada nuevo logro. La bruma se aclaraba, los colores volvían a la tierra y la presencia de Sandro se volvía más tangible. Sin embargo, cada paso adelante también traía obstáculos imprevistos: sombras que susurraban temores antiguos, vientos que traían ecos de risas desvanecidas en el tiempo.

Finalmente, al poner la pluma a escribir en un pergamino, una luz cegadora estalló desde el corazón del hechizo. La energía acumulada explotó en una ráfaga de fuerza que las devolvió al desván de la tía Cecilia.

Las hermanas se encontraban de nuevo en la penumbra del desván, el viejo espejo ahora reflejaba solo su cansado semblante. Sandro había desaparecido, pero no sin dejar una huella: un manuscrito en el que se narraban sus vivencias y la clave para evitar futuros desastres similares. Marta y Lucía respiraron, aliviadas pero también llenas de una nueva comprensión sobre la naturaleza de los sueños y las sombras que estos pueden engendrar.

De vuelta a la calma del día a día, las hermanas Delgado sabían que su vida había cambiado irrevocablemente. Habían conquistado sus miedos y rescatado una parte del arte y la humanidad sepultada en el olvido. La casa de la tía Cecilia ya no parecía sombría, sino llena de historias esperando ser contadas.

Sandro, el hombre de arena, había encontrado la paz. Y Marta y Lucía habían descubierto algo más valioso que cualquier misterio: la esencia de los sueños y el coraje que se necesita para enfrentarlos. Con su cuaderno y sus corazonadas, las hermanas continuaron su camino, con la certeza de que siempre hay una luz al final de las sendas más oscuras.

Moraleja del cuento «El hombre de arena»

Enfrentar nuestros miedos y abrazar la oscuridad no nos destruye; nos ilumina y libera. La paciencia y el valor son las llaves para descifrar los enigmas de la vida y sanar las heridas del pasado. La verdadera magnitud del coraje se revela cuando decidimos soñar, incluso en los confines de lo desconocido.

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