El hombre invisible

El hombre invisible

El hombre invisible

En la diminuta aldea de San Juan de la Cañada, el florecimiento de las rosas se percibía en cada rincón. Los tejados inclinarse graciosamente hacia el sol, parecían saludar a los días cálidos de primavera. En este pintoresco lugar, Arturo, un hombre ya en sus cuarentas, tenía la habilidad singular de hacerse invisible. Un don, o quizá una maldición, que había heredado sin entender completamente su propósito.

Una tarde, mientras la plaza del pueblo vibraba con el bullicio del mercado, Arturo, con su recio cabello castaño y ojos de un verde apagado, observaba desde la Ladera del Robledal. Aunque la invisibilidad le permitía pasar desapercibido, su deseo ardiente por integrarse y ser protagonista de su propia vida nunca cesaba. Entre los puestos abarrotados de frutas y artesanías, vislumbró a Clara, una joven pelirroja, que con su sonrisa iluminaba cada rincón que pisaba.

“Buenas tardes, ¿cuánto por estas manzanas?” preguntó Clara al verdulero, su voz melodiosa y acogedora atraía la atención de todos.

Arturo, escondido bajo su manto de invisibilidad, se acercó más, intrigado por esa persona que tanto resaltaba en el bullicio general. Su fascinación por Clara no hacía más que crecer; su fortaleza y determinación eran destellos que él ansiaba para sí.

Al día siguiente, la noticia de que Jaime, el hijo del herrero, había desaparecido se propagó como pólvora. Todos los ojos del pueblo buscaron la figura ausente de Arturo, quien solía desaparecer sin razón aparente.

“Debemos hallarlo,” dijo Enrique, el hombre robusto y bonachón que regentaba la taberna, “Este misterio debe resolverse, esto no puede ser coincidencia.”

Arturo, a la sombra de una encina, escuchó todo. Su corazón palpito con desasosiego. No quería ser visto como un extraño, y mucho menos como sospechoso. Decidió viajar fuera de San Juan de la Cañada para desvelar, quizá, el misterio de sus poderes y la desaparición de Jaime.

Primero se dirigió a la legendaria Ciudad de las Maravillas, un lugar conocido por sus eruditos y prodigios. Los majestuosos castillos de piedra blanca resplandecían bajo el sol como guardianes de secretos antiquísimos. Arturo destacó su viaje con curiosidades y aventuras inesperadas en bosques encantados y caminos serpenteantes. Siempre invisible, sus encuentros con criaturas mágicas y guardianes de los territorios lo enseñaron más de lo que alguna vez imaginó.

En su camino, conoció a Diego, un joven con una mirada astuta y una mochila cargada de sueños. Sus caminos se cruzaron a la salida de un pequeño pueblo. Codo a codo compartieron historias bajo el cielo estrellado.

“¿Y tú, Arturo? ¿Qué buscas?” preguntó Diego, mientras avivaba la fogata.

“Busco respuestas,” respondió Arturo con sinceridad, “Comprender por qué soy invisible y cómo salvar a un muchacho desaparecido de mi aldea.”

Diego frunció el ceño, “Tengo un amigo en la Ciudad de las Maravillas. Su nombre es Esteban, un erudito que tal vez nos pueda ayudar.”

Arturo accedió con gratitud. Juntos llegaron a la ciudad y encontraron a Esteban, un hombre delgado con lentes delgados y mirada profunda, rebuscando en libros antiguos. Esteban escuchó la historia de Arturo sin interrumpir, tomando notas y haciendo preguntas precisas.

«Hombre invisible, dices,” murmuró Esteban, “La invisibilidad es un don tan raro como sutil. Puede detener el tiempo pero no las consecuencias de los actos. Para comprenderlo, debes entender tu pasado.”

Arturo sintió la revelación como un rayo iluminando su confusión. Esteban propuso un viaje hacia el Oráculo de las Montañas Místicas, un ser tan antiguo como el tiempo y tan sabio como mil historias.

Diego, leal y comprometido, acompañó a Arturo en el arduo ascenso, sobre riscos empinados y valles profundos. La travesía probó su valía, forjando una amistad infranqueable. Finalmente, en la cima, el resplandor de los cristales místicos reveló la figura del Oráculo.

“El poder de la invisibilidad no es solo tuyo, Arturo,” afirmó el Oráculo, con una voz tan antigua como el viento que eriza la piel, “Tu ancestro, un alquimista de antaño, otorgó este don a la humanidad. Pero a ti te toca hallar el equilibrio y el propósito.”

Arturo sintió un torrente de emociones, una oleada de seguridad se asentó en su ser. De regreso a San Juan de la Cañada, ahora visible y con dirección, Arturo aplicó su aprendizaje. Junto con Clara, Diego y Esteban, desentrañaron un antiguo pergamino que los guiaba hacia la cueva donde Jaime estaba prisionero, víctima de un hechizo antiguo que se desvaneció ante la fuerza combinada de sus voluntades.

Jaime fue liberado y llevado de vuelta al hogar entre vítores y abrazos. Arturo, ahora un héroe visible, sintió la calidez de la aceptación y el abrazo del amor que Clara le brindó.

El crepúsculo cerró la jornada con un dorado manto, y el pueblo celebró el retorno no solo de Jaime, sino de Arturo, un hombre transformado.

Moraleja del cuento «El hombre invisible»

La verdadera visibilidad no es solo ser visto por los ojos de los demás, sino ser visible a nuestros propios corazones. A través del coraje y la búsqueda interna, se hallan respuestas y se tejen vínculos irrompibles. No es la invisibilidad lo que define a un hombre, sino el propósito por el que decide revelarse.

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