El ladrido que nadie quiso oír
Al caer la tarde sobre el pueblo de Las Arenas, las farolas recién encendidas dibujaban largas sombras que se extendían como dedos tímidos por las calles empedradas.
En un rincón polvoriento, un perro de pelaje ceniza y mirada profunda temblaba junto a un viejo barril oxidado.
La quietud del callejón se quebró con un golpe seco: un hombre alto, de pasos pesados, arrojó una lata vacía contra el animal.
El perro gimió, retrocedió un centímetro, luego otro más, hasta que chocó contra la pared agrietada.
Su lamento fue casi un susurro: un grito sin voz.
De la casa contigua salió Lucía, con las manos aún oliendo a tiza.
Al ver al perro, sintió un nudo en la garganta. Se agachó despacio y susurró: —Tranquilo, amigo. No estás solo.
El hombre gruñó, alzó la voz: —¡Lárgate, zorra! Ese perro es un problema. Lucía no retrocedió. Con voz dulce, respondió: —El problema no es él, sino quien confunde la fuerza con la crueldad.
En ese instante apareció Miguel, el panadero del pueblo, con el pan bajo el brazo y el corazón palpitando de indignación.
Dio un paso firme: —¡Basta! Si no cuidamos de quienes no tienen voz, ¿qué nos queda a nosotros?
El hombre bajó la mirada y, tras un silencio que olía a vergüenza, se alejó sin decir palabra.
Lucía y Miguel rodearon al perro; él alzó la testa y olió el aire, como buscando consuelo en un mundo que, por fin, parecía despierto.
Durante semanas, la pareja trajo medicinas, agua fresca y una manta suave.
El pueblo entero, con reticencia al principio, se unió: la señora Carmen cosió collares de colores, los niños pintaron carteles en la plaza y el alcalde, conmovido, anunció la creación de un refugio para animales abandonados.
El día de la inauguración, el perro –que ahora se llamaba Brisa– cruzó el umbral del nuevo albergue con paso firme.
Al otro lado, Lucía y Miguel lo esperaban con una sonrisa.
Brisa ladeó la cabeza, como si agradeciera el eco verdadero de su grito.
Moraleja: «El ladrido que nadie quiso oír»
Cuando prestamos el oído al silencio de los olvidados, descubrimos que el respeto y la ternura pueden convertirse en un puente capaz de sanar incluso las heridas más profundas.
Abraham Cuentacuentos.