El lobo se enamoró de la oveja y la oveja se enamoro del lobo
Así comienza la historia de la oveja que se enamoró de un lobo y juntos rompieron las barreras entre sus dos especies.
Dicen que un lobo y una oveja no pueden enamorarse.
Que son fuego y lana. Hambre y temor.
Pero eso fue antes de que Luna y Rómulo se miraran a los ojos.
En un valle serpenteante, donde los días eran de brisa templada y las noches de cielo limpio, vivía un rebaño de ovejas bajo el cuidado de Blanca, su líder.
Su lana, blanca como la espuma de las nubes, resplandecía incluso en la penumbra.
Blanca no solo guiaba con sabiduría, sino también con un corazón firme, lleno de amor por las suyas.
Entre las ovejas del rebaño había una más joven, de espíritu inquieto y mirada profunda.
Se llamaba Luna.
Su lana tenía reflejos dorados al amanecer, y sus pensamientos a menudo escapaban por encima de las colinas.
Mientras las demás se contentaban con pastar y dormitar, Luna observaba el bosque lejano, ese que comenzaba donde terminaba el valle.
No lo temía.
Lo soñaba.
—Ese bosque es peligroso, Luna —le decía Blanca con tono dulce pero serio—. Aquí estamos seguras. Allá, no sabemos qué puede esperarnos.
Pero Luna solo asentía con una sonrisa.
Algunas almas nacen con alas que no se ven.
Una noche de luna llena, cuando el valle dormía en silencio, Luna se deslizó entre las sombras, guiada por una fuerza que ni ella podía explicar.
Atravesó la línea de árboles.
El bosque era más oscuro, más húmedo, más vivo.
Sus pasos crujían sobre la hojarasca y su respiración se acompasaba al murmullo de un arroyo.
Y entonces, lo sintió.
Una mirada.
No de amenaza.
De presencia.

Desde entre las sombras, unos ojos ámbar la observaban.
El lobo emergió con paso lento.
Su pelaje gris plateado se fundía con la niebla.
Era Rómulo, un lobo solitario, criado en lo más profundo del bosque, más acostumbrado al silencio que a las palabras.
Luna se detuvo. No tembló.
—¿Quién eres? —preguntó con una voz que no ocultaba su nerviosismo, pero tampoco lo disfrazaba.
—Soy Rómulo —respondió él, sorprendido por el valor en esos ojos tan distintos a los suyos—. Este bosque es mi casa… hasta hoy.
Ella no huyó.
Él no atacó.
Se miraron largo rato, como si algo dormido despertara en ambos.
Y entonces Luna dijo:
—Siempre he querido conocer este mundo. ¿Caminarías conmigo?
Rómulo bajó la cabeza, como quien hace una reverencia antigua.
—Si tú no tienes miedo, yo tampoco.
Noche tras noche, regresaban al claro del arroyo.

Ella le hablaba del viento en la llanura.
Él le hablaba de los árboles que crecen torcidos pero fuertes.
Compartían historias.
Silencios.
Miradas.
Y sin buscarlo, sin quererlo demasiado, sin planearlo, se enamoraron.
Pero el amor que desafía lo establecido siempre encuentra resistencia.
Una noche, Blanca decidió seguir a Luna.
Y al ver a su oveja más querida junto a un lobo, su corazón se encogió.
—¡Luna! ¿Qué estás haciendo? ¡Es un lobo!

Luna se volvió, sin esconderse.
—Es Rómulo, Blanca. Y sí, es un lobo. Pero me ha mostrado más respeto que muchos que dicen protegernos. Él me escucha. Me cuida. Me ve. Y yo… yo lo amo.
Rómulo no habló.
Solo bajó la cabeza, mostrando una humildad que no se espera en los lobos.
Blanca guardó silencio.
No vio garras.
Vio ternura.
—Esto… va contra todo lo que hemos creído —susurró—. Pero también… contra todo lo que nos ha limitado.

De regreso en el valle, Blanca reunió al rebaño.
Contó lo que había visto.
El murmullo fue inmediato.
—¿Un lobo entre nosotras? —bramó Estrella, la más temerosa—. ¿Has perdido el juicio?
—Si Luna confía en él, quizá deberíamos escucharlo —añadió Copito, una oveja de mirada serena.
La decisión no fue fácil.
Pero aceptaron darle una oportunidad.
Rómulo podría quedarse, con condiciones.
Con vigilancia. Con esperanza, aunque fuera frágil.
Al principio, su presencia alteraba la calma del valle.
Algunos lo evitaban. Otros lo espiaban.
Pero Rómulo no huía. No gruñía. Solo acompañaba a Luna, y esperaba.
La gran prueba llegó con una tormenta.
Una noche, el cielo rugió con rabia.
Las lluvias arrancaron árboles, los truenos espantaron a las ovejas.
Algunas se dispersaron, perdidas en la oscuridad.

Rómulo, sin dudarlo, corrió entre la lluvia, guiado por su olfato, su instinto, su amor.
Una a una, fue encontrándolas empapadas y asustadas.
Las empujó suavemente hacia el redil.
Se quedó hasta que la última volvió.
Al amanecer, Blanca lo miró con lágrimas que no buscó esconder.
—Nos salvaste, Rómulo. No solo hoy. Nos has salvado de nuestros prejuicios. Quédate. Quédate con nosotras.
Desde entonces, el valle cambió.

Ovejas y lobos comenzaron a aprender a convivir.
Primero con cautela.
Luego con respeto.
Y finalmente, con afecto.
Luna y Rómulo eran la prueba viva de que el amor no tiene especie.
En las noches claras, contaban historias en el claro del bosque.
Historias de miedo y coraje.
De prejuicio y ternura.
De lo imposible… hecho realidad.
Moraleja del cuento «La historia de la oveja que se enamoró de un lobo y juntos rompieron las barreras entre sus dos especies»
La historia de Luna y Rómulo nos enseña que el verdadero amor y la comprensión pueden superar las diferencias más arraigadas.
A veces, lo que parece imposible puede hacerse realidad si estamos dispuestos a abrir nuestros corazones y mentes.
La unión y la empatía son las llaves que abren las puertas hacia un mundo mejor y más armonioso.
Porque el amor, cuando es sincero, desarma incluso los instintos más antiguos.
Solo hay que atreverse a mirar más allá de lo que se espera… y escuchar lo que realmente siente el corazón.
Abraham Cuentacuentos.