El pastorcito mentiroso
En lo más profundo de un valle, donde las montañas se alzaban majestuosas como guardianes ancestrales, vivía un joven pastor llamado Mateo. Su vida, aunque simple, tenía un brillo peculiar, pues no solo cuidaba de sus ovejas, sino que llenaba cada día con historias inventadas que escapaban de la realidad, como hojas llevadas por el viento. Mateo, con una sonrisa traviesa, transformaba lo ordinario en extraordinario. Cada tarde, cuando regresaba al pueblo, los lugareños ya esperaban sus relatos, aquellos en los que lobos feroces, criaturas fantásticas y hazañas imposibles cobraban vida.
Sin embargo, bajo esa sonrisa juguetona, había algo más que simples ganas de entretener.
Mateo inventaba historias para sentirse importante, para robarse una atención que, de otra manera, sentía no merecer.
Era un joven con alma inquieta, buscando su lugar en un mundo que a veces parecía ignorarlo.
Un día, cuando el sol aún dibujaba sombras largas sobre las colinas, una extraña mujer llegó al valle.
Su nombre era Alma, y su presencia, como un susurro en la noche, inquietó el corazón de Mateo.
Su mirada verde, profunda como el bosque, lo atravesó, como si viera más allá de sus cuentos y directamente hacia su verdad.
Los días siguieron su curso, y aunque Alma no hacía mucho ruido en el pueblo, todos sabían de su llegada. Era como si su presencia, silenciosa pero poderosa, trajera consigo un cambio en el aire.
Mateo la observaba desde la distancia, intrigado.
Había algo en ella que lo descolocaba, que lo hacía sentir pequeño, como si sus palabras inventadas ya no tuviesen el mismo peso. Pero, fiel a su naturaleza, siguió con sus historias.
Una tarde, mientras las nubes pintaban el cielo de tonos anaranjados, Mateo estaba sentado en su lugar de siempre, en lo alto de una colina, mirando al horizonte.
A lo lejos, sus ovejas pastaban tranquilas. Sin embargo, esa calma, esa paz tan familiar, no lograba acallar el bullicio en su cabeza.
Se sentía atrapado en sus propias mentiras.
Aunque el pueblo reía y los niños le admiraban, había algo que ya no encajaba.
Las sonrisas no eran las mismas; los ojos que antes lo miraban con asombro, ahora lo hacían con incredulidad. La sensación de ser el centro de atención, de ser quien mantenía la magia viva, empezaba a desvanecerse.
Y entonces, Alma apareció.
Sin hacer ruido, sin anunciarse. Solo se sentó a su lado, como si hubiera estado allí siempre.
Mateo, sorprendido, la miró de reojo.
No le gustaba que lo encontraran en momentos así, cuando su mente vagaba entre la duda y la fantasía.
Pero Alma, con esa tranquilidad suya, no dijo nada al principio.
Ambos permanecieron en silencio, dejando que el sonido del viento y el balido lejano de las ovejas llenaran el vacío entre ellos.
—Mateo —dijo ella finalmente, con una voz tan suave que parecía una caricia—, he escuchado muchas de tus historias. Son hermosas, llenas de vida… pero sé que no son reales.
Mateo sintió un nudo en el estómago.
Sabía que era verdad, pero escucharla decirlo, con esa calma que no lo juzgaba pero tampoco lo excusaba, lo desarmó por completo. Quiso defenderse, contarle que lo hacía por diversión, que a nadie le hacía daño, que en el fondo todos sabían que eran solo cuentos… pero las palabras no le salieron.
Alma lo miraba con una paciencia infinita, como si pudiera esperar todo el tiempo del mundo para que él hablara, y al mismo tiempo, como si ya supiera lo que iba a decir.
—¿Por qué lo haces? —le preguntó ella, inclinando ligeramente la cabeza, como si observara algo muy frágil en él.
Mateo miró al suelo, sintiendo el peso de sus propias mentiras cayendo sobre él como una tormenta lenta.
—No lo sé —murmuró—. Supongo que… quiero que me vean, que me escuchen. Es como si, sin mis historias, no fuese nadie.
Alma no respondió de inmediato. En su lugar, extendió la mano y tocó suavemente la hierba junto a ellos, como si estuviera acariciando la tierra misma.
—Las palabras tienen poder, Mateo —dijo finalmente—. Pueden construir mundos, hacer que otros sueñen… pero también pueden destruir, si no son verdaderas.
Mateo se quedó en silencio.
Sabía que Alma tenía razón, aunque no quería admitirlo. Las mentiras, esas pequeñas historias que contaba día tras día, lo habían ayudado a sentirse especial, a destacar en un pueblo donde todos parecían seguir una rutina monótona.
Pero ahora, sentado junto a ella, todo eso parecía vacío, sin sentido.
—Hace poco conocí a alguien como tú —continuó Alma, rompiendo el silencio—. Un joven con una imaginación desbordante, que creía que necesitaba adornar la realidad para ser aceptado. Pero un día, algo cambió. Se dio cuenta de que la verdad, por simple que fuera, podía ser tan mágica como cualquier cuento… si sabía cómo contarla.
Mateo levantó la vista, intrigado. Alma lo miró de una forma que nunca antes había sentido. No era lástima ni reproche, sino algo más profundo, como si lo viera por lo que realmente era, más allá de sus historias. En ese momento, Mateo se dio cuenta de que había estado huyendo de la verdad porque temía no ser lo suficientemente interesante sin ella. Pero tal vez, solo tal vez, estaba equivocado.
De repente, un aullido rompió la tranquilidad del atardecer.
Mateo se puso en pie de un salto, mirando hacia donde pastaban sus ovejas.
Allí, entre las sombras que empezaban a alargarse, algo se movía.
Su corazón dio un vuelco.
No era una historia, no era una fantasía.
Era real.
Un lobo enorme, con ojos brillantes como brasas encendidas, se deslizaba entre los arbustos, acercándose peligrosamente a su rebaño.
—¡El lobo! —gritó Mateo, con el miedo palpable en su voz—. ¡Es real, Alma! ¡El lobo está aquí!
Corrió colina abajo, agitando los brazos y gritando, esperando que el pueblo lo escuchara.
Pero en el fondo, sabía lo que iba a suceder.
Nadie le creería.
Después de tantas mentiras, después de tantas falsas alarmas, los aldeanos ya no se molestaban en escuchar. Solo se reían, pensando que era otra de sus bromas.
Mateo gritaba con todas sus fuerzas, pero sus palabras se perdían en el viento. Mientras corría, vio cómo el lobo se acercaba cada vez más a sus ovejas, y la desesperación se apoderó de él. Sabía que, si no hacía algo pronto, perdería a todo su rebaño.
Y entonces, Alma apareció nuevamente, como una sombra en la penumbra.
Sin decir nada, se colocó junto a él, con una mirada serena pero decidida.
No parecía asustada, ni siquiera sorprendida.
Era como si ya supiera que ese momento llegaría.
—Mateo, recuerda lo que te dije —le susurró—. Las palabras pueden tener un poder inmenso… pero los actos hablan más fuerte.
Sin dudarlo, Alma se dirigió hacia el lobo, con una calma que parecía casi irreal.
Mateo, paralizado por el miedo, la observó con el corazón en un puño. ¿Cómo podía enfrentarse a una bestia tan temible con tan solo su presencia? Pero entonces lo comprendió.
Alma no necesitaba más.
Su serenidad, su conexión con el mundo natural, era su verdadera fuerza.
Mientras Alma se acercaba al lobo, Mateo no pudo evitar sentirse hipnotizado por la escena. Era como si el tiempo se hubiera detenido.
El lobo, que hasta hace un momento parecía decidido a atacar, bajó ligeramente la cabeza y retrocedió unos pasos.
Su furia, esa bestialidad que había llenado de miedo a Mateo, se disipaba ante la presencia tranquila de Alma, como si reconociera algo en ella, algo más antiguo y profundo que el propio instinto.
Alma, sin perder la calma, levantó su mano hacia el lobo, y en un acto que desafió toda lógica, la criatura se sentó en el suelo, observándola con una mezcla de respeto y sumisión. Mateo, sin poder creer lo que veía, dio un paso adelante, aún temblando.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó, con la voz apenas un susurro.
Alma giró hacia él, con esa serenidad que ya le resultaba familiar. Pero sus ojos brillaban con algo diferente, algo que Mateo no había visto antes.
—Los lobos, como las personas, reconocen la verdad cuando la sienten —respondió Alma—. Este lobo no vino aquí por hambre, Mateo. Vino porque tu corazón lo llamó. En cada una de tus historias, en cada una de tus mentiras, has invocado un fragmento de este momento. Lo que hoy enfrentas no es solo una bestia, sino las sombras de tus propias palabras.
Mateo sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. ¿Había sido él quien, sin saberlo, había traído al lobo hasta allí? La idea era aterradora, pero también… reveladora. Todas las veces que había llamado al peligro, que había inventado enemigos para alimentar su necesidad de atención, parecían haber cobrado forma en esa criatura que ahora se encontraba a sus pies.
De repente, Alma se arrodilló junto al lobo, acariciando su cabeza con una ternura que dejó a Mateo sin aliento. El lobo cerró los ojos, como si en ese gesto encontrara paz, una paz que nunca antes había conocido.
Y entonces, algo inesperado ocurrió.
El lobo, con un brillo extraño en sus ojos, comenzó a desvanecerse.
No de golpe, sino poco a poco, como si su cuerpo estuviera hecho de humo o de algún material etéreo.
Mateo parpadeó, sin poder creer lo que veía, pero allí estaba: el lobo, que hacía apenas un momento era tan real, se disolvía ante sus propios ojos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Mateo, con el corazón acelerado.
Alma lo miró con una sonrisa enigmática, sus ojos brillando como nunca antes.
—El lobo era más que una amenaza externa —dijo ella—. Era el reflejo de tus propios miedos, de esas historias que creaste para evitar enfrentarte a la verdad. Ahora que lo has hecho, ya no tiene poder sobre ti.
Mateo sintió un peso enorme levantarse de sus hombros.
Todo lo que había construido con mentiras, toda la ilusión que había alimentado, desaparecía con el lobo. Pero, lejos de sentir vacío, una nueva fuerza comenzaba a crecer dentro de él. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía libre, ligero.
—Alma… —comenzó a decir, sin saber muy bien cómo expresar lo que sentía—. No sé cómo agradecerte.
Alma se levantó, con esa elegancia que la caracterizaba, y lo miró con una dulzura que desarmó a Mateo.
—No necesitas agradecerme nada, Mateo —dijo—. La verdad siempre estuvo dentro de ti. Solo necesitabas verla. Ahora ve al pueblo. Ya no necesitas sus risas para validarte. Ellos verán en ti lo que siempre has sido.
Y con esas palabras, Alma dio media vuelta y comenzó a caminar hacia las colinas, su figura desvaneciéndose en la niebla que empezaba a formarse en el valle. Mateo intentó seguirla con la mirada, pero en un abrir y cerrar de ojos, ella también había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.
Confundido pero lleno de una nueva determinación, Mateo regresó al pueblo. Al llegar, nadie lo estaba esperando, ni con risas ni con burlas. Pero, por primera vez, eso no le importó. Caminó directamente al centro de la plaza y, con la misma calma con la que Alma había enfrentado al lobo, se dirigió a los aldeanos.
—El lobo… era real —dijo, con la voz firme pero tranquila—. Pero ya no es una amenaza. He aprendido que no necesito inventar cuentos para ser escuchado. Y a partir de ahora, les prometo que solo les hablaré con la verdad.
Los aldeanos, que al principio lo miraron con escepticismo, poco a poco fueron cambiando sus expresiones. Algo en Mateo había cambiado, y esa transformación no pasó desapercibida. Don Ramón, el más viejo y sabio del pueblo, dio un paso al frente y lo miró con una mirada profunda.
—Lo sabíamos, Mateo —dijo él—. Siempre supimos que dentro de ti había algo más que solo historias. Tal vez necesitabas este momento para darte cuenta de ello.
Con esas palabras, la tensión en el aire se disipó, y Mateo sintió por primera vez que había encontrado su lugar. No como el pastor que contaba historias fabulosas, sino como el hombre que, enfrentando sus propios miedos, había aprendido el valor de la verdad.
Desde ese día, las historias de Mateo cambiaron.
Ya no eran relatos de fantasía, sino historias que nacían de lo que veía y sentía, historias llenas de honestidad.
Y aunque nunca volvió a inventar lobos ni hadas, sus palabras seguían cautivando a todos los que las escuchaban, porque, al fin y al cabo, no hay mayor magia que la verdad cuando se cuenta con el corazón.
Y, en el fondo de su alma, Mateo sabía que Alma siempre estaría allí, aunque solo en espíritu, recordándole que las palabras pueden construir mundos, pero la verdad siempre será el cimiento más sólido.
Moraleja del cuento “El pastorcito mentiroso”
La verdad no necesita adornos para brillar; es como una llama que, aunque pequeña, ilumina más que mil fuegos falsos.
Enfrentar lo que somos y lo que tememos nos libera, y sólo cuando dejamos de buscar la aprobación a través de lo irreal, encontramos la verdadera conexión con los demás.
Las mentiras pueden entretener, pero sólo la verdad es capaz de transformar.
Abraham Cuentacuentos.