El ratón de campo y el ratón de ciudad
Entre los parajes serenos de la llanura y los tumultuosos rincones de la urbe, nacieron dos ratones que, sin saberlo, marcarían sus destinos.
Nicolasa, la ratona de campo, vivía en un acogedor agujero bajo una robusta encina.
Su pelaje gris pardo brillaba con un destello de sencillez y serenidad, y sus ojillos oscuros reflejaban la calma de los verdes prados.
Nicolasa disfrutaba sus días correteando entre los campos de trigo y maíz, recolectando su alimento y deleitándose con la brisa campestre y el canto de los pájaros.
Por otro lado, en el corazonado bullicio de la ciudad, Pedro, un ratón de ciudad elegante y vivaz, hacía su vida.
Tenía un pelaje lustroso, de un gris perlado, y sus ojos castaños chispeaban con la viveza de quien está acostumbrado al ajetreo y la rapidez.
Su morada se encontraba detrás de un lujoso restaurante, bajo las duelas de madera de la despensa.
A Pedro no le faltaban atenciones ni exquisiteces, siempre hallaba quesos, embutidos y una variedad infinita de manjares.
Un día, Pedro decidió visitar a su prima Nicolasa, pues hacía varios meses que no se veían y anhelaba hacerle compañía en su distante hogar, rodeado de naturaleza y silencio.
Después de una travesía larga y llena de sorpresas, llegó a la llanura donde Nicolasa lo esperaba con una sonrisa acogedora.
—¡Pedro!—exclamó Nicolasa al ver llegar a su primo, con sus pequeños brazos abiertos—. ¡Qué alegría verte!
—¡Nicolasa!—respondiendo su abrazo con entusiasmo—. ¡Cuánto tiempo! Tenía tantas ganas de visitarte y conocer la vida apacible que tienes aquí en el campo.
En los días siguientes, Nicolasa le mostró a su primo las maravillas de su mundo.
Pasearon por los verdes campos, se deslizaron junto a las corrientes de los riachuelos, y hasta se alimentaron de deliciosas bayas y frutos silvestres.
Tras tantos días de tranquilidad, Pedro no pudo contener su asombro al ver tanto esplendor natural, a pesar de extrañar la comodidad de su morada en la ciudad.
Sin embargo, pasado un tiempo, Pedro fue sincero con Nicolasa, se encontraba abrumado por la tranquilidad del campo, y propuso que Nicolasa lo acompañara de vuelta a la ciudad, para que ella conociera su vida llena de lujos y ajetreos.
—Nicolasa—dijo Pedro con una sonrisa de complicidad—, has sido una anfitriona maravillosa y verdaderamente disfruto de la calma aquí, pero me encantaría que conocieras la ciudad. Te aseguro que también te encantará.
Nicolasa era una ratona de campo de espíritu aventurero, así que aceptó la invitación con entusiasmo. Partieron al amanecer, y tras un viaje repleto de obstáculos y sorpresas, llegaron finalmente a la urbe.
El contraste era evidente. Nicolasa quedó deslumbrada ante las luces brillantes, los altos edificios, y el bullicio constante.
Pedro la guió por los rincones secretos y le mostró cómo obtener suculentos bocados del restaurante al que él llamaba hogar.
No tardaron en deslizarse por una rendija y encontrarse frente a una generosa mesa repleta de manjares.
—¡Mira esto, Nicolasa!—exclamó Pedro mientras señalaba un trozo de queso Gouda—. Es una auténtica delicia, prueba un poco.
Nicolasa mordisqueó tímidamente un trozo de queso y sus ojos se abrieron como platos.
El sabor era inigualable, nada parecido a las simples provisiones del campo.
Sin embargo, su corazón empezó a latir con fuerza cuando escuchó el ruido atronador de una puerta abriéndose y pesados pasos acercándose.
—¡Corre, Nicolasa! ¡Es el chef!—gritó Pedro, empujándola hacia una rendija.
Ambos ratones corrieron a toda velocidad, evitando zarpas de gatos y zancadas apresuradas de humanos, hasta llegar a la seguridad de la morada de Pedro. Allí, Nicolasa temblaba todavía, recuperando el aliento.
—Lo siento, prima—dijo Pedro, con una mezcla de preocupación y disculpa en su voz—. Esto es algo común en la ciudad. Los riesgos son constantes, pero las recompensas son igualmente grandes.
Nicolasa asintió lentamente. Los días siguientes, vivió varias situaciones parecidas, disfrutando de la diversidad de manjares pero siempre con el temor en el corazón.
Había gatos, ruidos estruendosos y el peligro permanente acechando en cada esquina.
Finalmente, Nicolasa tomó una decisión. Se acercó a Pedro una mañana después de una noche agitada y le explicó sus sentimientos.
—Pedro, hermano querido, la ciudad es fascinante y tus manjares son deliciosos, pero no es el lugar para mí—dijo con una serenidad apacible—. El constante riesgo y el ruido ensordecedor no son lo que mi corazón anhela. Necesito la paz de los prados y la brisa suave del campo.
Pedro la miró con entendimiento y cariño. Sabía que cada ratón tenía su lugar en el mundo y que forzar a Nicolasa a adaptarse a la vida de la ciudad sería tan injusto como que él intentara acostumbrarse indefinidamente a la tranquilidad del campo.
—Lo entiendo perfectamente, Nicolasa—contestó Pedro—. Te acompañaré de vuelta a casa. Disfrutemos juntos de cada paisaje de nuevo.
El regreso al campo fue una travesía mágica para ambos. Agradecían la compañía mutua y gozaban de cada momento compartido. Nicolasa, al volver a su nido bajo la encina, sintió una paz profunda que solo su hogar le podía ofrecer.
Pedro, aunque extrañaría a su prima, sabía que tenían un vínculo inquebrantable y que siempre podrían visitarse para compartir lo mejor de sus mundos. Con una última despedida emotiva, Pedro emprendió el camino de regreso a la ciudad, llevando consigo el recuerdo del verdor y la tranquilidad.
Y así, ambos ratones aprendieron a valorar y respetar sus propias formas de vida, construyendo un puente de amor y comprensión entre los campos sosegados y las luces vibrantes de la ciudad.
Moraleja del cuento «El ratón de campo y el ratón de ciudad»
Cada uno tiene su lugar en el mundo, y, aunque explorar otros entornos siempre enriquece, no debemos olvidar dónde reside nuestra verdadera felicidad.
Aceptar y valorar la diversidad nos permitirá vivir en armonía y construir puentes de entendimiento mutuo.
Abraham Cuentacuentos.