Cuento: El silencioso sufrimiento del caballo de carreras lesionado Nieves

Dibujo de un caballo de carreras sin jinete.

El silencioso sufrimiento del caballo de carreras lesionado Nieves haciendo galopes hacia un futuro de cuidados y paz

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En un extenso valle rodeado de colinas onduladas y prados de un verde esmeralda, vivía un caballo de carreras llamado Nieves.

Su pelaje era tan blanco como el armiño y sus músculos tensos recordaban la cuerda de un arco listo para liberar una flecha.

Pero bajo su apariencia de campeón, se escondía un dolor sordo, crónico, un maltrato invisible a simple vista pero flagrante en sus tendones.

El establo de Nieves se encontraba en las afueras de una hacienda majestuosa, propiedad de un magnate conocido por su afición a las carreras pero indiferente a la nobleza equina que le brindaba su fortuna.

Nieves, en su box, exhalaba tristezas en silencio, mientras los otros caballos presagiaban una tormenta en su mirada, un llamado mudo a la comprensión.

«Debes correr, Nieves, y vencer. No hay espacio para la debilidad», solía decir su entrenador, un hombre robusto y de gestos bruscos llamado Don Ernesto.

Sus palabras tenían el peso de las cadenas y su látigo, el filo de la amenaza velada que obligaba al noble animal a superar sus límites físicos, ignorando el susurro lastimero de sus articulaciones.

Los días de carreras eran un espectáculo de frenesí. Las tribunas rebosaban de expectativa y los apostadores clavaban sus ojos en Nieves, cuyos cascos golpeaban el suelo con el poder de los rayos que atraviesan el cielo.

Sin embargo, su corazón latía con desesperadas súplicas de un descanso que no llegaba. «¡Fuerza, Nieves, la victoria es nuestra!», gritaba la multitud, confundiendo el brillo del sudor con la gloria.

Una tarde, cuando las nubes hilaban sombras sobre el hipódromo, Nieves colapsó. Su grito se expandió como un eco profundo y aterrador.

La masa enmudeció mientras el jockey era desmontado abruptamente, revoloteando en el aire antes de caer al suelo.

«¡Levántate!», exigió Don Ernesto, pero Nieves no podía. La herida era profunda, no solo en su pata sino en su alma.

La noticia del accidente corrió como reguero de pólvora.

¿Acabarían allí los días de oro de Nieves?

De pronto, una figura desconocida se abrió paso entre la multitud.

Era una mujer de mirada serena, llamada Doña Clara, conocida por su refugio para caballos jubilados y abandonados. «Permítanme cuidar de él», dijo con voz firme.

El silencio se apoderó de todos cuando Doña Clara se acercó a Nieves. «Nadie te obligará a correr de nuevo, noble criatura», susurró al oído del caballo mientras las primeras gotas de una lluvia ligera comenzaban a caer.

Sus manos eran suaves y su presencia, un bálsamo para el espíritu herido de Nieves.

Con el tiempo, Nieves fue llevado al refugio de Doña Clara.

Poco a poco, la transición del dolor a la serenidad se fue tejiendo en la rutina del animal.

Los días comenzaban con el sol acariciando su pelaje y las noches llegaban con la melodía de un viento que susurraba promesas de libertad.

Su rehabilitación fue lenta, cada paso un triunfo sobre el temor y cada mirada hacia los otros animales, un aprendizaje sobre la compasión.

El refugio albergaba historias similares, almas que habían conocido la dureza de la indiferencia humana pero que ahora, en un lugar seguro, podían relatarlas sin temor a ser ignoradas.

En una mañana resplandeciente, Doña Clara trajo a un grupo de niños al refugio.

«Observen y aprendan», dijo mientras les hablaba sobre el respeto hacia los seres vivos. «La grandeza de un caballo no se mide por las carreras que gana, sino por el corazón que palpita en su pecho».

Los ojos de los niños reflejaron una mezcla de asombro y ternura al acercarse a Nieves, quien los recibió con un suave ronroneo de su hocico.

Don Ernesto, por su parte, había experimentado una transformación.

La caída de Nieves fue el espejo donde por fin vio reflejada su propia crueldad.

Así, visitó el refugio en busca de redención y se ofreció a trabajar junto a Doña Clara.

El antiguo entrenador aprendió que la verdadera maestría no residía en domesticar, sino en comprender y cuidar.

La historia de Nieves se difundió por el valle y más allá.

Su valentía y la de aquellos que lo ayudaron a encontrar la paz su historia fue conocida por muchos.

Los visitantes al refugio, conociendo su odisea, partían siendo mensajeros de un mensaje nuevo, uno que hablaba de empatía y de un amor que cura.

Y así, Nieves vivió sus días entre prados y caricias, trotando a su ritmo y jugando con quienes, como él, habían sido salvados del olvido.

El caballo que una vez fue marginalizado por su debilidad, ahora brillaba con la fuerza de su resiliencia, inspirando a todos a ser agentes de cambio en la lucha contra el maltrato animal.

Moraleja del cuento «El Respeto a los Seres Vivos»

En la historia de Nieves, hay un eco que resonará a lo largo de los tiempos, y es que la bondad en el corazón de unos pocos puede generar un cambio poderoso.

La verdadera victoria no radica en la gloria efímera de un podio, sino en la paz que se siembra con cada acto de amor y compasión hacia todo ser vivo.

Abraham Cuentacuentos.

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