El susurro de las hojas de otoño
En un valle escondido entre montañas antiguas, existía un pequeño pueblo donde las casas parecían susurrar historias con sus techos de paja.
Los árboles se erguían como guardianes, y entre ellos, destacaba uno, un viejo roble que, al llegar el otoño, vestía su mejor traje de hojas cobrizas.
A los pies de este roble vivía Ailen, una niña de mirada serena y paso ligero que amaba recoger las hojas caídas para tejer historias que contaba a su hermanito Mar.
En su suave voz reposaba la calma del bosque, y en sus relatos, la imaginación de los vientos.
Un día, mientras el sol comenzaba a ocultarse detrás de los cerros, un nuevo murmullo acompañó el crujir de las hojas secas.
Era un sonido lento y melodioso, uno que ni Ailen ni Mar habían escuchado jamás. Intrigada, Ailen siguió el sonido hasta encontrar a un anciano fauno de barba como la lana de las ovejas y cuernos adornados con hebras doradas.
– «Buenas tardes, pequeña Ailen,» – dijo el fauno con una voz tan dulce como el néctar de las flores. – «Me llamo Eliel, y he venido a escuchar tus historias.»
Ailen, sin dejar de sentir curiosidad y un poco de timidez, se atrevió a compartir un cuento con el amable visitante.
Con Mar a su lado y el crepitar de la fogata uniéndose a la melodía de la noche, comenzó a relatar la historia de un río que deseaba conocer el mar.
Mientras contaba, el fauno Eliel cerraba los ojos y asentía, sumergiéndose en la narración de la pequeña.
A su alrededor, los animales del bosque se acercaban cautelosos, atraídos por la calidez de la voz de Ailen y el ambiente de encanto que se había formado.
– «Oh, querida niña,» – suspiró el fauno una vez terminada la historia. – «Tu voz es un calmante para las criaturas de este bosque, un puente entre corazones solitarios y almas aventureras. Permíteme ofrecerte un don en agradecimiento.»
El fauno acercó sus manos a la tierra húmeda y, al elevarlas, creó una pequeña figura hecha de hojas y semillas, una réplica diminuta del roble bajo el que estaban reunidos.
– «Este será un guardián de cuentos,» – explicó -. «Él cuidará tus historias y las llevará en cada hoja que viaje con el viento.»
Ailen aceptó el regalo con los ojos brillantes y una sonrisa que reflejaba las estrellas. Su corazón rebosaba de gratitud y de un amor aún más profundo por las maravillas del mundo natural.
Los días pasaron, y con cada historia que Ailen contaba, el pequeño guardián de cuentos echaba raíces.
Cada palabra suya alimentaba al ser de hojas y cada noche, bajo el manto celestial, nuevos relatos nacían.
Mar, extasiado, observaba cómo las criaturas del bosque regresaban una y otra vez, dejándose mecer por las olas de la voz de su hermana.
Era un danzante espectáculo de tranquilidad y magia, un concierto donde cada ser, desde el más pequeño grillo hasta el más sabio búho, encontraba consuelo.
Con el tiempo, Ailen advirtió que no solo ella era capaz de inventar cuentos; su pequeño guardián también empezó a murmurar su propios relatos.
Historias de horizontes lejanos y de estrellas fugaces que tejían sus propias melodías en el cielo nocturno.
Así, las noches en el valle se llenaban de fantasía y sueños, y las mañanas, de ecos de historias que aún persistían en el aire. La conexión entre Ailen, Mar y el guardián de cuentos se volvió tan fuerte que el propio valle parecía escuchar y responder con susurros dulces y vivificantes.
Los habitantes del pueblo tomaban esos murmullos como señales de buena fortuna, y cada vez que el viento traía una nueva historia que acariciaba los campos y doblaba suavemente los tallos de los cultivos, las sonrisas florecían como en la más amable de las primaveras.
En el crepúsculo de un día tranquilo y claro, cuando los colores del atardecer pintaban el cielo de tonos rosa y violeta, Ailen y Mar, junto al roble y el guardián de cuentos, compartieron un instante plácido.
Las palabras no eran necesarias, ya que cada latido, cada respiración y cada crujido de hoja contaba una historia más profunda que las palabras.
El roble, testigo de cada una de esas noches mágicas, parecía ahora más robusto y repleto de vida, como si también él estuviera escuchando y creciendo con las historias.
Su follaje se mecía con una delicadeza maternal, protegiendo los sueños de la niña, el niño y su especial amigo.
La luna, siempre curiosa, bajaba un poco más cada noche para escuchar mejor las historias de Ailen. Hasta las estrellas competían por asomarse entre las ramas del viejo roble mientras las historias fluían como suaves corrientes de un río de sueños.
Y así, en medio de susurros, cuentos y sueños, Ailen y Mar se sumían en el sueño, abrazados por la calidez del guardián de cuentos, con la tranquilidad que solo la naturaleza puede dar. La noche los acogía, y el valle entero se sumía en una paz profunda y reconfortante.
Todos en el valle aprendieron que las historias, como las hojas de otoño, no solo caen y se desvanecen; viajan, tocan y transforman.
Y en cada transformación, una pequeña semilla de positividad y esperanza germinaba en los corazones de quienes las escuchaban.
El fauno Eliel regresaba de vez en cuando, solo para verificar que la magia de la narración y la inocencia de las almas puras siguieran tejiendo el tapiz invisible que conectaba cada vida del valle con los hilos del destino y de la imaginación.
Un día, muchos años después, Ailen, ya no tan niña, pero con la misma mirada serena, observó cómo Mar, ya casi un joven, tomaba su lugar bajo el roble y comenzaba a contar historias a los más pequeños, su voz llenando de sosiego los corazones de una nueva generación.
Aquel guardián de cuentos, ya no tan diminuto y casi tan imponente como el roble mismo, escuchaba con orgullo.
Las historias de Ailen habían florecido en un bosque de relatos que envolvían cada rincón del valle en un abrazo de sueños compartidos y de noches serenas.
– «Hermana,» – dijo Mar, su voz aún suave como el manto de la noche, – «nuestras historias han crecido, y verlas vivir por sí mismas es el más hermoso de los regalos.»
– «Así es,» – respondió Ailen, sus ojos reflejando la certeza de que el amor y la belleza de la imaginación son regalos que perduran a través del tiempo, – «nuestras historias son como las hojas de otoño, bailan con el viento, pero siempre encuentran un lugar donde germinar.»
Moraleja del cuento El Susurro de las Hojas de Otoño
Las historias que compartimos son semillas que plantamos en el jardín fértil de la imaginación.
Crecen en la bondad y florecen en la comprensión, nutriendo el alma y conectándonos con la sabiduría de la vida.
Así como el suave murmullo de las hojas de otoño, nuestras narraciones tienen el poder de tranquilizar, inspirar y unir, creando un legado de sueños que perdura a través del tiempo.
Abraham Cuentacuentos.