El verano interminable
El verano que susurraba secretos
En Llanos de Luz, las persianas se alzaban con un suspiro de cal viva cada mañana, y el aire olía a tomillo y a libros abiertos en el alféizar. Martina atesoraba aquellos días porque, años atrás, su madre le había prometido que la Danza de las Luciérnagas cumpliría un deseo de verdad. Ahora, con su madre lejos, ella guardaba en lo hondo del pecho la ilusión de volver a sentirla a su lado. Tenía la piel salpicada de pecas dispersas como semillas de amapola, y sus trenzas, atadas con lazo verde, se mecían al ritmo de sus pensamientos. Su abuelo Raúl, de voz cascada por los años, la cuidaba con el mimo de quien cosecha esperanzas: él era quien le recordaba cada mañana la promesa de su madre y el poder de un deseo compartido.
El pueblo vivía en equilibrio entre la tranquilidad de los huertos y un murmullo antiguo que venía de las montañas. Aquella mañana, sin embargo, el símbolo de la fiesta —un melón gigante colocado sobre la fuente— emitió un crujido tan extraño que las viejas del lugar alzaron las cejas. El melón presentaba rajaduras en zigzag, y de ellas brotaba un murmullo profundo, como si guardara secretos de otros veranos pasados. Martina apretó la mano de su abuelo, decidida: restañar aquel fruto era, en su corazón, la forma de recuperar la promesa de su madre y que la magia volviera a brillar.
Martina partió al amanecer con el silbido suave del arroyo como guía. Se internó entre las hileras de girasoles que se mecían con la brisa, cada flor girando como una lámpara de oro pálido. Al fondo, divisó la caseta de Marcelino, tapiada con viejas tablas de pino. En el camino, un ladrido alegre la detuvo: era Manchitas, el perro mestizo de Doña Carmen, que llevaba en el hocico una ramita de tomillo. Con una caricia rápida, Martina lo convenció de acompañarla, y juntos llegaron al herrero.
Mientras Marcelino mostraba los tubos de caña y cobre, un ligero temblor recorrió el pueblo: unas nubes bajas se desplazaban con la lentitud de un barco de papel, presagiando una tormenta breve. “Hay que apresurarse”, dijo el herrero, clavando un punzón en el suelo para comprobar la firmeza de la tierra.
—Si el melón se empapa por fuera sin que el sistema funcione, la corteza cederá —explicó—.
Martina asintió y, junto al abuelo, extendieron las cañas desde el arroyo hasta la fuente. Los cucharones colgaban como campanillas que se alzaban con el viento. Cada clack al chocar el metal contra la madera resonaba en el silencio del mediodía. Manchitas, impaciente, olfateaba cada tubo buscando un posible escape de agua.
De pronto, un chirrido agudo—más fino que el de cualquier metal—provino de entre los girasoles. Era una bandada de gorriones que, confundiéndose con el sistema, amenazaba con desplumar las cañas. Martina, con cuidado, los ahuyentó lanzando migas de pan hacia un viejo olivo cercano. Los pájaros, distraídos por las migas, se posaron en las ramas y la tensión cedió un momento. Fue entonces cuando la niña reparó en una hoja doblada en uno de los cucharones: un papel escrito con tinta violeta.
— “Busca la llave en el brocal” —leyó en voz baja.
Entre el asombro y la curiosidad, guardó el papel en el bolsillo de su falda. ¿Una pista de quién? ¿De las luciérnagas mismas, quizá? Decidida, continuó ajustando las conexiones, mientras las nubes se desprendían en gotas dispersas.
Cuando la lluvia arreció, Martina retrocedió con el abuelo para proteger los cucharones. El agua, salpicando, producía un rumor parecido a un viejo gramófono. Pero entonces ocurrió algo inesperado: un relámpago iluminó la plaza y el melón, en medio de ese destello, proyectó un halo verde. El pueblo que ya corría a refugiarse se detuvo boquiabierto.
—Esto no es solo un fruto —murmuró Doña Carmen, entregándole a Martina una jarra con limonada—. Es un faro de esperanza.
Al amainar la tormenta, las gotas residuales brillaban sobre los tubos. Marcelino y Martina reanudaron la obra: calibraron el ángulo de cada cucharón para que el viento lo agitase con cadencia, como un péndulo que marca el pulso del verano. El abuelo Raúl talló una pequeña llave de madera para sellar una válvula secreta que regulaba el flujo, recordando así el misterio del papel violeta.
Con todo en su lugar, dejaron que el sistema trabajara por sí solo. La brisa acarició las cañas, y una tras otra, las gotas fueron descendiendo con un ritmo pausado, como contando un cuento al melón. Cada gota vibraba en el aire, refractando los últimos rayos del sol en diminutos arcoíris.
Antes de anochecer, el melón empezó a humear un vaho suave, como un suspiro de alivio. Martina, con el corazón en un puño, se sentó en el brocal de la fuente y apoyó la cabeza en el hombro de su abuelo. El papel violeta, todavía en su bolsillo, latía con el calor del verano.
Cuando por fin la luna se alzó, alta y sin un ápice de nubes, el pueblo volvió a reunirse, intrigado. Marcelino giró la llave de madera y un suave chasquido anunció que el flujo interno había cambiado: el melón brilló desde dentro con un verde esmeralda, y juntas, las cañas liberaron un murmullo armonioso, como si cada cucharón entonara una nota distinta.
Aquel sonido, mezcla de agua y viento, pareció susurrar el secreto del verano: la magia se renueva siempre que cuidemos con paciencia lo que amamos, y cuando entendemos que el murmullo más inesperado puede convertirse en canción. Así, Martina supo que no era solo el deseo de un solo corazón, sino de todo un pueblo, lo que había transformado un melón agrietado en un faro de luz.
A la hora convenida, el pueblo se reunió. Con un cuchillo de mango de ébano, Raúl partió el melón. El aroma —una mezcla de miel y campos recién regados— se elevó como un canto antiguo. Cuando los niños levantaron sus farolillos de papel y las luciérnagas encendieron el aire, el cielo estalló en diminutas chispas doradas. Martina cerró los ojos y, en un susurro, pidió volver a abrazar a su madre. Sintió entonces que aquellas lucecitas se posaban juntas, como formando un abrazo invisible.
Aquella noche, el murmullo de las rajaduras se transformó en una melodía suave que acompañó los sueños de todos los habitantes. Martina comprendió que la verdadera magia no solo residía en los deseos, sino en el cuidado compartido, en la fuerza de un pueblo y en la fe heredada por su madre.
Moraleja del cuento: «El verano interminable»
Cuando brindamos nuestro esfuerzo con esperanza y unimos manos para proteger aquello que amamos, descubrimos que los deseos más profundos —aunque parezcan perdidos— pueden florecer de nuevo.
Abraham Cuentacuentos.