El viejo faro y la sombra que acechaba al anochecer

El viejo faro y la sombra que acechaba al anochecer

El viejo faro y la sombra que acechaba al anochecer

Cerca de la costa de un pueblo pesquero llamado Santa María, se erigía un viejo faro que había sido testigo de siglos de historia. La estructura, alta y esbelta, se erigía solitaria en un acantilado abrupto. En sus viejas paredes de piedra resquebrajada, aún se podía notar la fuerza de las tormentas y el viento del norte. El faro arrastraba consigo una historia de luces y sombras, y era fuente de numerosos rumores entre los habitantes del pequeño pueblo.

Entre los adolescentes que crecían en Santa María, había uno especialmente curioso y valiente llamado Alejandro. Sus amigos, Inés y Javier, solían compartir las inquietudes y aventuras con él. Aquella tarde gris, cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, Alejandro propuso una aventura audaz al grupo: explorar el viejo faro. «Dicen que en el faro se siente una presencia extraña en las noches», comentó Inés mientras sus ojos reflejaban tanto temor como interés. «¡Vamos! Es solo una leyenda. Además, ya somos mayores para temer a los cuentos de terror», respondió con determinación Javier.

Los tres amigos se adentraron por el sendero costero que llevaba al faro. A medida que avanzaban, el cielo se iba tiñendo de tonos anaranjados y púrpuras, y una brisa fresca les erizaba la piel. A lo lejos, el faro parecía una sombra gigante, y una inquietud silenciosa se instalaba en sus corazones. «Espero que esto sea una buena idea», murmuró Inés mientras caminaba tras sus amigos.

Cuando llegaron a la base del faro, la puerta, de madera antigua y pesada, crujió como si se lamentara por haber sido perturbada. Alejandro, sin titubear, abrió el portal y los tres entraron en un vestíbulo oscuro y frío. La luz era escasa y se filtraba apenas por las rendijas de las ventanas cubiertas de polvo. Los muros interiores, cubiertos de musgo, narraban historias de olvidos y lamentos. «Siento que hay alguien más aquí», dijo Javier susurrando, con la garganta seca y los ojos bien abiertos.

Ignorando sus propios temores, Alejandro encendió la linterna que había traído y empezaron a ascender por la estrecha y empinada escalera de caracol. Cada paso resonaba en el silencioso faro, aumentando la tensión y el misterio del lugar. «Seguramente son solo ratas u otros animales», trató de tranquilizarse Alejandro, aunque en su corazón sentía una extraña opresión.

En el primer rellano, encontraron una habitación pequeña, llena de antiguos mapas y libros polvorientos. «Mira esto», dijo Inés levantando un viejo diario, «parece que alguien anotaba cosas aquí». Javier se acercó y leyeron juntos las notas, que hablaban de figuras oscuras y extraños susurros que acosaban al guardián del faro. «Están aquí… en las sombras», leyó Inés con voz temblorosa.

De pronto, un ruido estrepitoso rompió la calma, algo había caído al final de las escaleras. «¡Vamos, debemos seguir!» ordenó Alejandro, tratando de mantener la calma, pero su rostro mostraba signos de verdadero miedo. Continuaron subiendo hasta llegar a la cima del faro, donde encontraron la inmensa linterna que alguna vez había guiado a los barcos en la oscuridad.

Mientras observaban la vasta extensión del mar, un frío glacial recorrió sus cuerpos. Inés notó una sombra que se movía detrás de ellos, pero cuando intentó girarse para ver, la sombra ya no estaba. «¿Lo habéis visto?», preguntó casi en un susurro, con la piel de gallina. «¿Qué cosa?», preguntó Javier sin apartar la vista del abismo lejanísimo. «Nada… nada… tal vez solo fue mi imaginación», respondió tratando de convencerse.

Pero entonces, las linternas comenzaron a parpadear y un murmullo indescriptible llenó el aire. Los tres amigos se miraron con verdadero espanto. «¡Debemos salir de aquí ahora mismo!», gritó Javier, y sin perder más tiempo, comenzaron a descender apresuradamente. Sin embargo, las escaleras parecían alargarse interminablemente y la sombra no dejaba de perseguirlos.

Una vez lograron alcanzar la salida, el aire libre les pareció un abrazo cálido y protector. «Jamás en mi vida había sentido tanto miedo», reconoció Alejandro, jadeando. «¿Qué fue esa sombra?», preguntó Inés, todavía temblando. A lo lejos, el faro parecía observarlos impasible, con un aire de melancolía y soledad.

De regreso al pueblo, decidieron contar lo sucedido a Don Federico, el anciano que había sido el último guardián del faro. «Me cuenta tu madre que habéis ido al tipo. Siempre creí que alguien intentaría desentrañar los misterios del faro», dijo con voz grave. «Esa sombra… me atacaba constantemente», confesó con un nudo en la garganta. «No era más que mi soledad, mis propios miedos materializados», explicó.

Don Federico les explicó que el faro, con sus largas noches solitarias y el rugir del mar, a menudo jugaba con la mente de quienes lo custodiaban. «La sombra no es más que la manifestación de nuestros miedos más profundos», concluyó. Alejandro, Inés y Javier comprendieron entonces que enfrentarse a sus propios temores podría ser la mayor de las aventuras.

Desde aquel día, ninguno de ellos volvió a temer al viejo faro. Su encuentro con la sombra les había enseñado una lección invaluable sobre el coraje y la amistad. Continuaron con sus vidas, llevando siempre en sus corazones el recuerdo de aquella experiencia y la certeza de que unidos podían superar cualquier adversidad.

Moraleja del cuento «El viejo faro y la sombra que acechaba al anochecer»

Enfrentar nuestros miedos más profundos nos ayuda a crecer y a descubrir el verdadero valor que reside en nuestro interior. La amistad y el coraje son las luces que nos guían en las noches más oscuras.

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