Frankenstein

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En una recóndita y desolada aldea de los Pirineos, donde el frío viento soplaba con fuerza y los árboles se inclinaban sumisos bajo sus embates, habitaba un hombre llamado Víctor. Al igual que su tetrapaterno homónimo, lo perseguía una perenne obsesión: desafiar las leyes de la naturaleza. Con hondo respeto y reverencia, su presencia, aunque venerada, también resultaba tenebrosa para los aldeanos.

El laboratorio de Víctor yacía bajo una vieja mansión de piedra gris, heredada de innumerables generaciones. Las vigas de madera oscura, cubiertas por una persistente telaraña, se llenaban de murmullos y susurros cuando el viento atravesaba el ventanal roto.

«¿Nunca tienes miedo de lo que puedas descubrir allí abajo?» preguntó con preocupación Pedro, el amable herrero del pueblo.

Víctor, con una figura alta y desgarbada, siempre respondía con la misma calma y determinación. Sus ojos, de un azul profundo como el océano en plena tormenta, reflejaban más curiosidad que temor. «El verdadero terror está en ignorar las verdades que nos rodean. La oscuridad no es más que la ausencia de luz.»

La noticia de sus experimentos se había esparcido, y entre chismes y rumores, surgía una mezcla de asombro y miedo entre los aldeanos. Nadie se acercaba demasiado a la mansión de Víctor, y aquellos que debían, solían rezar en silencio antes de poner un pie en el umbral.

Un invierno particularmente gélido lamentó la vida de Lucas, un joven pastor conocido por su bondad y robustez. Sufrió una caída fatal mientras intentaba rescatar a una oveja atrapada en un acantilado. Toda la aldea fue sumida en una tristeza azulada, arrastrando consigo las pocas briznas de alegría que aún sobrevivían en medio de aquel paisaje helado.

«Nadie merece morir de esa manera,» dijo doña Carmen, la anciana del pueblo, mientras los ciudadanos se reunían bajo la lluvia para despedir el cuerpo de Lucas.

Víctor no asistió. Estaba inmerso en una serie de experimentos que consideraba cruciales. Con meticulosidad, había estado recolectando órganos y tejidos con la precisión de un relojero. Todo, según él, al servicio de su utopía: la superación de la muerte.

Una noche tempestuosa, ensordecida por los truenos que resonaban como bestias furiosas, Clotilde – una de las pocas personas cercanas a Víctor – irrumpió en su laboratorio. Ella, una joven menuda con facciones finas y una mente tan afilada como su lengua, lo observaba con una mezcla de admiración y miedo.

«¡Por Dios, Víctor! ¿Qué planeas hacer con todo esto?» exclamó, sus ojos, como dos pozos profundos, inyectados de preocupación.

Víctor, enfundado en su bata blanquecina, miró sus frascos y tubos. «Voy a devolverle la vida a Lucas», respondió. Su voz no temblaba, su fe era incuestionable.

Clotilde abrió la boca para replicar, pero las palabras desaparecieron cuando un relámpago iluminó la sala, revelando las sombras de visceras y líquidos en reposo. Decidió, no obstante, quedarse a su lado. Aunque aterrorizada, un extraño sentimiento de esperanza la mantenía allí, como si de algún modo supiera que Víctor podría conseguir lo imposible.

Las siguientes semanas se convirtieron en un ballet frenético de cables, sangre y extraños aparatos. Las pocas máquinas que funcionaban en el laboratorio, elaboradas a partir de piezas recuperadas de ferias antiguas, chisporroteaban y aullaban al compás de la misión de Víctor. Cada noche, Clotilde marcaba los días en el calendario, consciente de que probablemente sus propios miedos necesitaran esa especie de exorcismo.

Finalmente, llegó la noche que ambos habían esperado con una mezcla de ansia y terror. El cuerpo restaurado de Lucas yacía en un improvisado altar bajo una enorme cúpula de cristal. Los relámpagos parecían enfurecidos, y la tormenta exterior mimetizaba la tormenta interna en el corazón de Clotilde, quien permanecía en un rincón, rezando y maldiciendo al mismo tiempo.

«Con esta descarga… será suficiente,» murmuró Víctor para sí mismo, mientras ajustaba los mandos con manos temblorosas.

El rayo cayó, y el laboratorio se llenó de una deslumbrante explosión de luz. El sonido del trueno ahogó cualquier grito, y durante unos instantes, el aire quedó impregnado de un olor acre a ozono y carne quemada. Lentamente, la luz se disipó, dejando una quietud hecha de sombras.

Clotilde se atrevió a moverse, acercándose al cuerpo inerte. «¿Víctor…?»

Ante sus ojos incrédulos, el pecho de Lucas comenzó a alzarse y descender lentamentamente, con la cadencia de un recién nacido. Los ojos de Víctor brillaban en la penumbra, como los de un alquimista que ha encontrado la piedra filosofal.

«¡Está vivo! Está… ¡vivo!» Las lágrimas se mezclaban con su sonrisa.

Lucas abrió los ojos, confuso pero consciente. Tras unos instantes de expectante silencio, su rostro se iluminó con una sonrisa de reconocimiento al ver a Clotilde. «¿Qué ha pasado? Lo último que recuerdo es el acantilado…”

Clotilde se arrodilló a su lado, apenas creyendo lo que veía. «Estás de vuelta, Lucas. Estás con nosotros.»

Pronto, la noticia se extendió por toda la aldea. Donde antes había miedo, ahora comenzaron a florecer sentimientos de asombro y gratitud. Lucas no solo había regresado a la vida, sino que parecía portador de una energía renovada, un vigor que impactaba a todo el que lo veía.

«Lo has conseguido, Víctor,» reconoció Pedro un tiempo después, mientras miraba la figura de Lucas ayudar a reparar el molino del pueblo.

Pero Víctor, con la sabiduría que solo los visionarios poseen, comprendía que su propósito no había sido revertir la muerte sino infundir vida a través de la ciencia. «No se trata de desafiar a la muerte,» replicó con serenidad. «Sino de aprender a respetar la vida de maneras que aún no comprendemos por completo.»

Los aldeanos, aunque aún temerosos de lo desconocido, comenzaron a mirar a Víctor con nuevos ojos. No como un hechicero temerario, sino como a un hombre dispuesto a caminar por senderos oscuros para traer luz donde solo había desolación.

Lucas, ahora dotado de una comprensión más profunda de la vida, se convirtió en un símbolo de resurrección y esperanza. Junto con Clotilde, que no se apartó de su lado, comenzaron a trabajar en iniciativas que beneficiaran al pueblo, desde la construcción de nuevas infraestructuras hasta la implementación de sistemas de conocimiento en salud.

La relación entre Víctor y Clotilde se afianzó fuera de los límites del laboratorio, fundiéndose en una amistad inquebrantable. Su colaboración condujo a nuevas curas y descubrimientos que revolucionaron las vidas de los habitantes, elevando la aldea más allá de sus antiguas limitaciones.

La oscuridad, que una vez envolvió a la pequeña aldea en un manto de miedo, se disolvió como niebla al sol ante la fuerza de sus corazones, demostrando que incluso en las historias más tétricas, la luz puede prevalecer.

Moraleja del cuento «Frankenstein»

La verdadera grandeza no reside en vencer la muerte, sino en cómo honramos y fortalecemos la vida. Enfrentar lo desconocido con valentía y altruismo puede abrir puertas a maravillas inimaginables. Donde antes hubo temor, puede florecer la esperanza si nos atrevemos a entender el verdadero valor de cada existencia.

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