La Ardilla y el Gran Concurso de Acopio de Otoño

La Ardilla y el Gran Concurso de Acopio de Otoño 1

La Ardilla y el Gran Concurso de Acopio de Otoño

La llegada del otoño había teñido los bosques de naranjas y rojos, y en la aldea de las ardillas, la emoción crepitaba como hojas bajo sus patitas. Este año, el Consejo de Ancianos había anunciado el primer Gran Concurso de Acopio de Otoño. La noticia cayó sobre la comunidad como una cascada de bellotas, y entre los ardorosos participantes estaba Lucía, una ardilla de cola frondosa y ojos como castañas pulidas.

«¡Imagínate ganar, Lucía!» chisporroteaba Mateo, su entrañable amigo, saltando de rama en rama. «Podemos trabajar juntos y asegurarnos que uno de nosotros se lleva la victoria.»

Pero Lucía, cuyo corazón era grande como su ambición, meneó la cabeza y dijo, «Debemos competir con nuestras propias fuerzas, Mateo. Que el concurso refleje lo mejor de cada uno de nosotros.»

Así, mientras la brisa de otoño murmuraba a través de las hojas, cada ardilla comenzó su preparación. Lucía, con una astucia innata, ideó un método para clasificar las bellotas que tenía que reunir. No obstante, su primer obstáculo no tardó en presentarse, una secuencia de días grises y lluviosos que amenazaban con mermar su acumulación. Pero su espíritu incansable no conoció pausas; dentro de un roble hueco halló refugio y continuó su labor.

Mateo, por otro lado, confiaba en su agilidad y conocimiento del bosque para aventajar a los demás. Su desafío llegó en forma de un espabilado zorro que decidió sumar al concurso su propia actividad: la cacería de ardillas desprevenidas.

“¡Eh, Mateo, ven si puedes!”, le guaseaba el zorro, mostrando sus dientes afilados. Pero Mateo, con la vivacidad que lo caracterizaba, se escabulló una y otra vez, tornando el juego peligroso en una danza entre las sombras otoñales.

Mientras tanto, Lucía se cruzó con una anciana ardilla llamada Josefina, quien arrastraba un par de bellotas con un gesto doliente. Las articulaciones le pesaban como el plomo y su pelaje había perdido el brillo de antaño.

“Déjame ayudarte, Josefina”, ofreció Lucía gentilmente, poniendo de lado su concurso. Y así, juntas, la juventud y la experiencia compartieron historias y nueces, creando un vínculo inesperado bajo la copa de los árboles desnudos.

Los días se esfumaron con la misma rapidez que las hojas caían, y con el concurso llegando a su fin, el fervor de la comunidad estaba en su apogeo. La pila de bellotas de Lucía era impresionante, casi tanto como su crecimiento interior por las enseñanzas de Josefina.

Por otro lado, los escapismos de Mateo frente al predador despertaron un sentimiento de admiración en el zorro, quien comenzó a mirar a las ardillas con un nuevo respeto, sorprendido por la destreza y el valor de su pequeño pero astuto contrincante.

El último día de competencia amaneció con un sol tibio que acariciaba las mejillas del bosque. Lucía y Mateo intercambiaron miradas de complicidad, sabiendo que, más allá del resultado, ya eran ganadores por lo transitado.

Tras contar y recalcular, los ancianos dieron su veredicto. Mateo había acumulado una cantidad honrosa, pero fue superado por el ingenio y constancia de otros competidores. Lucía, por su parte, se encontraba a la par con Hugo, el más experimentado acopiador de la aldea.

Hugo, una ardilla de pelaje gris y mirada astuta, había observado los movimientos de todos con detenimiento. No obstante, lo que él no sabía, era que la amistad y los valores aprendidos valían más que cualquier acumulación de bellotas.

«Declaro un empate», gruñó el más viejo de los ancianos, su voz ronca como la corteza de los pinares. Pero Lucía dio un paso adelante y, de su montón, ofreció una bellota a Hugo.

«Compártemos este triunfo», dijo con una sonrisa que emanaba la calidez del otoño dorado, «porque en verdad, lo que más he cosechado es compañerismo y sabiduría.»

La multitud de roedores irrumpió en un estruendoso aplauso, y hasta el zorro, oculto entre los matorrales, asintió con un toque de respeto en sus ojos ámbar.

Hugo, conmovido por el gesto, compartió su premio, un mapa hacia un escondite de invierno repleto de provisiones. Decidieron que dicho mapa sería propiedad de toda la comunidad, asegurando la supervivencia de todos en los meses venideros.

Así las ardillas, con la lección del compartir resonando en sus corazones, crearon un sistema de acopio comunitario que perduraría por generaciones. Lucía y Mateo continuaron sus aventuras, marcadas ahora por la sabiduría que los otoños les dejaban.

Y cuando las hojas volvieron a brotar y el frío se retiró, supieron que más allá de las estaciones, el verdadero calor residía en la unión y empatía que los mantendría juntos ante cualquier adversidad.

Moraleja del cuento «La Ardilla y el Gran Concurso de Acopio de Otoño»

La verdadera cosecha de la vida se compone de las amistades y aprendizajes que vamos recogiendo en nuestro camino, y en compartir esos frutos reside el mayor de los premios.

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