La ballena que hablaba en versos: Aventuras rimadas en el profundo azul
Un eco de versos surcó el agua antes de romper la superficie: alguien o algo cantaba historias bajo las olas.
En esas mismas aguas vivía Blanca, una ballena cuya piel azul profundo parecía absorber los secretos del océano, y cuya voz rimaba con la cadencia de las mareas.
Cada mañana, salía a nadar entre corales y bancos de peces multicolor, recitando estrofas que espantaban el silencio.
A lo lejos, en el pueblo costero de Aqueronte, Lucía y Javier escuchaban boquiabiertos los relatos de los pescadores.
Soñaban con encontrar a esa musa marina que hablaba en versos.
Un día, la marea devolvió a la playa una botella con un papel enrollado en su interior:
“Buscadores de misterios, seguid las olas y mis versos hasta mí”, susurraba la letra firme de Blanca.
Sin dudarlo, los dos amigos izaron las velas de su barca, decididos a responder al poema que había traspasado el horizonte.
Se adentraron en el mar en un pequeño bote con la intención de encontrar a la ballena parlante.
Las aguas los mecieron suavemente mientras avanzaban, recitando poemas en voz alta con la esperanza de atraer a Blanca.
Pasaron horas hasta que, para su sorpresa, una voz profunda y melodiosa respondió desde las profundidades:
“Niños valientes que el mar habéis cortado,
vuestra búsqueda ha llegado a buen puerto.
Contadme, pequeños soñadores del catado,
¿cuál es el deseo que guardáis tan adentro?”
Asombrados por el encuentro, Lucia y Javier le contaron a Blanca sobre su deseo de conocer todos los secretos del océano.
Blanca, con una sonrisa en la boca que solo los que la conocían podían percibir, les propuso un trato: ella les revelaría los misterios del mar si a cambio los niños le prometían protegerlo contra aquellos que quisieran dañarlo.
Con un acuerdo sellado, la aventura verdadera comenzó.
Blanca les mostró ciudades bajo el mar que resplandecían con la luz de las estrellas de mar, antiguas ruinas custodiadas por caballitos de mar, y valles submarinos donde la vida florecía al ritmo de la corriente.
Fue durante uno de esos viajes que Lucia, Javier y Blanca descubrieron una cueva escondida detrás de una cascada submarina.
Un refulgir intermitente provenía de su interior, como si algo mágico estuviera esperando ser descubierto.
Sin embargo, para sorpresa de los aventureros, encontraron a un anciano pez, Aurelio, quien les contó sobre una amenaza que acechaba el océano;
Aurelio habló de una sombra oscura que se extendía por el agua, un mal que envenenaba a los seres vivos y desequilibraba la armonía del mar.
Era la contaminación, llevada por corrientes descuidadas desde la tierra de los humanos.
La preocupación se dibujó en los rostros de los niños, y Blanca, con su voz resuelta, sentenció:
“Debemos actuar, no hay momento que perder,
unir las fuerzas de mar y tierra debemos tener.
Niños míos, vuestra promesa no puede perecer,
¡defendamos estas aguas, os ruego, por todo ser!”
Aurelio les reveló que existía una leyenda sobre un cristal puro, nacido del corazón del océano, capaz de purificar cualquier malestar que lo asolara.
Pero su ubicación era un enigma que solo la criatura más sabia del mar, la tortuga Gaia, conocía la respuesta.
Lucia y Javier, con Blanca a su lado, se propusieron encontrar a la tortuga Gaia.
Viajaron por corrientes y barrancos, preguntando a pulpos juguetones y delfines embaucadores hasta que finalmente la encontraron.
Gaia, anciana y astuta, los miró con sus ojos milenarios y habló con voz arrulladora:
“La pureza que buscáis en mares profundos yace,
más no se entrega sin prueba o desafío en su ace.
Guardianes del agua debéis convertiros en la base,
y al océano amar sin medida ni encaje.”
La prueba era clara. Lucia y Javier debían prometer cuidar el mar como a un hermano y enseñar a otros a hacer lo mismo.
Y así lo hicieron, con el corazón lleno de amor por el océano y sus criaturas.
Solo entonces, Gaia les mostró el camino hacia el cristal.
Atravesaron un laberinto de corales y algas hasta llegar a un santuario oculto, custodiado por peces que brillaban como gemas.
Allí encontraron el cristal, tan grande como un arrecife y tan limpio como la verdad.
Con la ayuda de Blanca y el apoyo de todos los seres del océano, utilizaron el cristal para sanar las aguas.
La sombra oscura se disipó como si nunca hubiera existido, devolviendo la vida y el color a su hogar.
Los peces danzaron en agradecimiento, y los cangrejos construyeron castillos en la arena para conmemorar el día en que los niños y la ballena salvaron el mar.
Lucia y Javier regresaron a Aqueronte como héroes, y con la ayuda de Blanca, enseñaron a su gente a cuidar el mar.
Montaron guardia en la playa y lideraron equipos de limpieza, promoviendo la protección del medio marino.
El mar, a cambio, les reveló más secretos y bellezas, siempre compartiendo su inmensidad y su calma.
La amistad entre los niños y Blanca perduró a través de los años, un vínculo forjado por el agua y la poesía, inquebrantable como el oleaje y eterno como la marea.
Juntos, cantaban versos de cuidado y respeto, melodías que resonaban más allá del horizonte, en el corazón de todo ser vivo.
Moraleja del cuento «La ballena que hablaba en versos: Aventuras rimadas en el profundo azul»
La unión de voluntades forja el puente hacia un futuro azul, donde cada gota de agua cuenta la historia de nuestro respeto por la vida.
Aprendamos de Lucia y Javier: el cuidado del agua es el regalo que ofrecemos al mundo y el legado que dejaremos a las futuras generaciones.
Como las rimas de Blanca, nuestro amor por el mar debe ser perpetuo y bellamente recitado, recordándonos que en cada verso de cuidado, hay una ola de cambio esperando nacer.
Abraham Cuentacuentos.