Cuento de Navidad: La Cena Encantada de Nochebuena

Cuento de Navidad: La Cena Encantada de Nochebuena 1

La cena encantada de nochebuena

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En el pequeño pueblo de Valdeverde, tapizado por un grueso manto de nieve y farolillos titilantes, la noche de Navidad tejía su magia sobre los habitantes.

En lo alto de la colina, la casa más grande y acogedora se engalanaba con guirnaldas doradas y un olor a canela que se escapaba por entre las rendijas de las ventanas.

Dentro, el señor Arturo, de cabellos blanquecinos y ojos chispeantes, dirigía la puesta a punto del banquete.

También estaba allí Rosalinda, su esposa, cuyo carácter dulce y paciente era el complemento perfecto al a veces atolondrado Arturo.

La nochebuena era especial porque reunían a todos los habitantes que carecían de familia.

El salón se llenaba de risas y conversaciones de vecinos, amigos y desconocidos que, por una noche, se volvían familia.

–No podemos olvidarnos de los villancicos –apuntó Rosalinda con entusiasmo mientras terminaba de colocar las últimas decoraciones.

–Como podríamos –respondió Arturo aspirando el aroma del guiso que ya hervía en el fuego—. La música es el espíritu de la Navidad.

La primera en llegar fue Anita, locuaz y siempre con un detalle para cada uno. A pesar de su avanzada edad, irradiaba una jovialidad inusitada.

Su presencia transformaba la habitación, como si trajese consigo un pedazo de la alegría del mundo exterior.

A continuación, hizo su entrada Samuel, un joven de mirada soñadora y porte siempre amable.

Cojeaba ligeramente a causa de un accidente de infancia, pero nunca dejaba que eso nublara su empeño por ayudar donde fuese necesario.

Los gemelos Luis y Gonzalo, llenos de energía y siempre juntos en travesuras, llegaron en un revuelo de color.

Luis, el más desenfadado, mostró orgulloso el gorro de Papá Noel que él mismo había confeccionado.

Gonzalo, un poco más reservado pero igual de vivaz, lo seguía de cerca con una sonrisa que anticipaba alguna jugarreta.

La señora Encarnación, viuda desde hacía varios años, entró con paso firme. Su rostro, aunque marcado por el tiempo, desprendía una fortaleza serena.

Venía de la mano de su nieta Clara, cuyo cabello rojizo y ojos avellana la convertían en un reflejo del pasado jovial de Encarnación.

Así fueron cayendo rostros conocidos y otros que se estrenaban esa noche en la cena encantada de los Arturo.

La mesa se tendía ya con mantel de hilo fino, platos relucientes y cubertería que reflejaba la luz de las velas danzarinas.

–Este año ha sido duro para todos –expresó el señor Arturo, levantando su copa una vez todos estaban acomodados—.

Pero aquí estamos, demostrando que ni la tristeza ni la soledad pueden con nosotros. ¡Brindemos por la compañía y el calor de un hogar compartido!

«¡Salud!» resonó unánime mientras las copas chocaban en un tintineo cristalino.

El banquete transcurrió entre anécdotas y risas, cada bocado era una caricia al alma y cada trago un bálsamo para el corazón.

De entre los comensales, el pequeño Tomás, apenas un niño, pero con una sabiduría de anciano, se levantó y pidió contar una historia.

–Es una noche mágica –comenzó con voz dulce—. Dicen que si se pide un deseo de corazón, la Navidad tiene el poder de concederlo.

La atención se volcó en Tomás, su historia mezclaba leyendas del pueblo con deseos genuinos de cada uno de los presentes, enhebrados en un relato que dejaba suspensos a todos.

Cuando terminó, hubo un silencio lleno de emoción antes de que aplausos llenaran la estancia.

De alguna manera, esa historia de Tomás había unido más si cabe a todos los presentes.

A medida que la noche avanzaba, los corazones se abrían. Incluso el más reacio, don Gregorio, vecino cascarrabias al que todos temían, compartía ahora una historia de su infancia que arrancó carcajadas.

La añoranza y la melancolía dieron lugar a promesas de encuentros futuros, de cuidarse unos a otros, de no dejar que nadie se sintiera solo.

La cena había tejido su hechizo, y de aquella noche nacieron amistades que durarían toda la vida.

Ya de madrugada, cuando la última vela se consumía y los últimos invitados se retiraban, Arturo y Rosalinda se tomaron de la mano, mirando su hogar, ahora tranquilo y en paz después del bullicio feliz.

–Lo hemos vuelto a conseguir, querida –dijo Arturo con ternura.

–Siempre lo conseguimos –respondió Rosalinda con una sonrisa—. Porque el verdadero espíritu de la Navidad vive en los corazones abiertos y las puertas que nunca se cierran.

Se prometieron que cada nochebuena sería igual, una cena llena de magia y compañía.

Y con esa promesa, se despidieron del día, mientras la nieve seguía cayendo suavemente afuera, guardando los secretos de la cena encantada de nochebuena.

Moraleja del cuento La cena encantada de nochebuena

La verdadera esencia de la Navidad no reside en el lujo de los obsequios, sino en la riqueza de la compañía y el amor compartido.

Cuando abrimos nuestras puertas y corazones, invitamos a la magia a ser parte de nuestra historia y creamos recuerdos que iluminan los rincones más sombríos del alma.

Abraham Cuentacuentos.

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