La cigarra y la hormiga

La cigarra y la hormiga

La cigarra y la hormiga

En un claro, alumbrado por la luz del sol que se filtraba entre los árboles del bosque, vivían cuatro amigos inseparables: Carmelo, un ciervo de imponentes astas; Margarita, una loba de pelaje plateado; Esteban, un búho sabio y ponderado; y Cristina, una cigarra cuya voz ensalzaba las tardes veraniegas con su alegre canto. Por otro lado, Juana, la hormiga, cuya vida era una sucesión infatigable de recoger provisiones y almacenar, compartía el mismo entorno pero con distinta visión de la vida.

Una mañana radiante, cuando el rocío de la noche aún caía desde las hojas, Margarita llamó la atención de sus amigos.

—He escuchado a lo lejos el estruendo de un río que crece sin freno —comentó con cierto aire misterioso—. Podríamos aventurarnos y ver si nuestra intuición nos conduce hacia él.

Carmelo, con su venerable porte, asintió graciosamente con sus astas.

—Estoy ansioso por dar un paseo. Menos mal que hoy está despejado —dijo con una sonrisa.

Esteban, abriendo sus majestuosos ojos ambarinos, añadió pensativo:

—Las rutas del bosque están llenas de sorpresas. Nos vendría bien algo de aventura para avivar nuestros espíritus.

Cristina, siempre jovial y despreocupada, batió al aire sus alas transparentes y proclamó:

—Entonces, ¡vamos! Que la vida es corta y los buenos momentos no se repiten.

Los cuatro amigos emprendieron la marcha por el sendero apenas visible entre el matorral espeso, donde los secretos del bosque aparecían lentamente a cada paso. En medio del trayecto se encontraron con Juana quien, cargando una hoja pesada, se detuvo para descansar. Con su espíritu diligente, ella apenas si levantó la cabeza para saludar.

—¿Qué hacen todos juntos? —preguntó con una mezcla de curiosidad y reojo.

Cristina, con una alegre sonoridad en su voz, contestó:

—Vamos a buscar un río del que Margarita oyó hablar. ¿Te unes?

Juana, polvorienta por el arduo trabajo y siempre temerosa de perder un solo segundo sin producir, negó con la cabeza.

—No puedo. Hay demasiadas cosas por hacer. El invierno se avecina y no hay tiempo que perder.

Cristina le sonrió, comprensiva, pero sin dejar de lado su naturaleza despreocupada:

—El invierno aún está lejos, Juana. No puedes limitarte solo a trabajar. Ven con nosotros y descansa un poco.

—No todos tenemos el lujo de ceder a los placeres momentáneos —respondió Juana con semblante serio antes de seguir su camino.

Con un suspiro colectivo, los amigos prosiguieron su marcha. A medida que avanzaban, los sonidos del bosque se mezclaban: el crujido de las ramas bajo las patas de Carmelo, el rumor de las hojas con la brisa, el ocasional ulular profundo de Esteban y, por supuesto, el laúd de Cristina, que entonaba melodías que acunaban el alma.

Finalmente, llegaron al promontorio desde donde divisaron un angosto desfiladero. Ventiscas húmedas y el rumor de aguas embravecidas daban fe de la existencia de un torrente. Asombrados, los amigos se asomaron con cautela.

—Es magnífico —dijo Margarita, con los ojos plateados brillando de emoción—. Nadie sabía de la existencia de este río.

Esteban, inclinando su cabeza en gesto sabio, dictaminó:

—Es un hallazgo trascendental. Este río puede traer muchos beneficios al bosque.

Así, pasaron varias horas explorando el desfiladero, recogiendo flores raras y conversando sobre sus pensamientos y aspiraciones.

De regreso, al caer la tarde, encontraron a Juana en una circunstancia triste. A pesar de su tenacidad, había quedado atrapada bajo una rama caída, incapaz de moverse.

—¡Ayúdenme, por favor! —suplicó al verlos.

Con una coordinación envidiable, los amigos unieron fuerzas para levantar la pesada rama; Margarita utilizó sus agudos colmillos, Carmelo hizo palanca con sus astas, y Esteban y Cristina empujaron con todas sus fuerzas. Finalmente, liberaron a Juana, quien, exhausta y dolida, se mostró agradecida.

—Os debo la vida. Lo siento por ser tan obstinada —admitió con los ojos brotando lágrimas—. Pero, ¿no tienen miedo del frío invierno?

Cristina respondió con una ternura inaudita:

—Juana, hemos aprendido que la vida es equilibrio. Trabajar es esencial, pero también lo es disfrutar del momento presente. De nada sirve el esfuerzo si no podemos compartirlo con amigos ni saborear la belleza que nos rodea.

Esteban, con su voz grave y sosegada, añadió:

—Es en la unión, en la amistad inquebrantable donde encontramos verdadero propósito. El invierno llegará, pero si estamos juntos, seremos capaces de enfrentar cualquier adversidad.

Conmovida por sus palabras, Juana decidió acompañarlos en su caminata al día siguiente, renunciando, al menos por un día, a su incansable rutina. Aprendió a encontrar consuelo en la compañía de sus amigos, quienes le mostraron que la felicidad reside en los momentos compartidos.

A medida que las estaciones cambiaban y los días se tornaban más fríos, los amigos continuaron explorando el bosque, descubriendo más sorpresas y viviendo aventuras inmortales. Y cuando finalmente llegó el invierno, se encontraron preparados: Juana con sus provisiones, Carmelo con su fortaleza, Margarita con su astucia, y Cristina con su inagotable espíritu alegre. Pero, sobre todo, se tenían unos a otros.

Pasaron el invierno compartiendo historias alrededor del fuego en una cueva acogedora, decorada con todo lo que habían recolectado durante sus andanzas. Juana, aunque inicialmente preocupada, se dio cuenta de que no solo sobrevivían, sino que eran felices.

—He aprendido una valiosa lección —dijo Juana una noche, mirando a sus amigos—. El trabajo arduo es importante, pero también es fundamental el amor y la amistad que compartimos. Sin vosotros, mi esforzada vida no tendría sentido.

Cristina, con su melodiosa voz, articuló:

—Todos hemos aprendido algo del otro. Somos diferentes, y en esa diversidad encontramos nuestra fuerza.

Esteban, con una mirada profunda y dorada, concluyó:

—La vida es una corriente incesante de momentos, algunos fáciles, otros difíciles. Pero siempre debemos recordar que nunca estamos solos.

Y así, rodeados por la blancura de la nieve y el cálido brillo de su mutua compañía, los amigos sintieron que, aún en la adversidad, siempre había una chispa de esperanza, amor y camaradería que los guiaría hacia la primavera.

Moraleja del cuento «La cigarra y la hormiga»

Cada forma de vivir tiene su propio valor. No solo debemos ser diligentes como la hormiga ni despreocupados como la cigarra; en el equilibrio y la solidaridad radica la verdadera sabiduría. Trabajar duro es esencial, pero disfrutar de la vida y apoyarnos mutuamente es la clave para enfrentar cualquier adversidad.

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