Cuento: «La cueva que rugía sola»
En un rincón remoto de la tierra, donde los vientos contaban secretos antiguos y las estrellas parecían susurrar entre sí, existía una cueva escondida entre enormes peñas cubiertas de musgo. Esta no era una cueva común; quien se atreviera a acercarse, podía escuchar un extraño rugido que brotaba de su interior, como si la misma tierra respirara profundo en medio del silencio nocturno.
Un joven llamado Iñigo, valiente y curioso, decidió desentrañar el misterio. “Hoy lo descubriré”, murmuró mientras apretaba con fuerza su hacha hecha de piedra. Su amigo Elia, con el cabello alborotado por el viento, le tomó del brazo. “¡Espera! ¿Y si ese rugido es señal de peligro? Podría ser un espíritu guardián que no quiere ser molestado.”
Iñigo sonrió con confianza. “Si el mundo es tan hermoso como dice mi abuela, ¿cómo podría un espíritu desear hacernos daño?” Juntos avanzaron hacia la oscura entrada, donde sombras danzaban como animales en celo al calor del fuego en sus corazones.
Al entrar, la luz se desvaneció casi por completo, pero Iñigo sacó una antorcha. El resplandor iluminó pinturas antiguas en las paredes; imágenes de cazadores y bestias prehistóricas entrelazadas en una danza eterna. El rugido resonaba cada vez más fuerte y más profundo, lleno de una energía vibrante que hacía temblar el suelo bajo sus pies.
“¿Y si es un gran monstruo?” murmuró Elia mientras su voz se entrelazaba con la música inquietante del eco. Sin embargo, al adentrarse aún más, encontraron un amplio espacio iluminado por brillantes cristales minerales que resplandecían como tesoros olvidados.
De repente, un estruendo hizo eco; la cueva parecía vivir su propia historia y lanzó un aullido poderoso que llenó cada rincón. “Iñigo…” gritó Elia asustada. Pero él seguía con paso decidido. Sus corazones latían desbocados cuando encontraron en el centro un inmenso lago subterráneo cuya superficie se agitaba suavemente.
Iñigo soltó su hacha y alzó ambas manos hacia el lago. «¿Por qué ruges?», preguntó desafiante a aquella misteriosa entidad. La respuesta fue inmediata; unas ondas nacieron desde las profundidades hasta llegar a ellos transformando las olas en figuras fluidas: seres humanos ancianos sonriendo y ofreciendo una bienvenida calurosa.
«Te saludamos», dijeron aquellos rostros flotantes en armonía; «Soy tu antepasado». Iñigo sintió el peso de historias antiguas recayendo sobre él y sus amigos comenzaron a reír nerviosos al ver esa conexión inexplicable.
“Respetarás nuestra esencia”, continuaron los ecos matizados por los lamentos de tiempos pasados y el aire ardiente del presente. La tierra necesitaba cuidado para sanar su propio ruina e ir siempre en equilibrio con quienes vivían sobre ella. En ese instante revelador comprendieron que aquel rugido no era uno de furia ni amenaza: era un llamado urgente para proteger lo sagrado.
Moraleja: «La cueva que rugía sola»
No hay eco más profundo que aquel del respeto mutuo; protege tus raíces sin temor a adentrarte en lo desconocido y hallarás tesoros invaluables escondidos tras los muros de la ignorancia.