La felicidad de ser uno mismo
En un pequeño pueblo español llamado Aldeagrande, donde la vida discurría con la tranquilidad de un arroyo en primavera, un joven llamado Hugo soñaba con aventuras más allá de las montañas que lo rodeaban.
Era un chico de dieciocho años, de cabello rizado y ojos color avellana que brillaban con un destello de curiosidad.
Sin embargo, vivía atrapado entre las expectativas de su familia y su deseo de encontrar su propio camino.
Desde pequeño, Hugo había sido el modelo de la perfección: siempre estudiando, siempre sacrificándose por cumplir con lo que los demás esperaban de él.
Una tarde, mientras contemplaba el horizonte desde la ventana de su habitación, decidió que era el momento de conocer su verdadero ser.
Había escuchado historias de un anciano sabio, conocido como el Maestro Abel, que vivía en las montañas y podía ayudar a los jóvenes perdidos a encontrarse a sí mismos.
Con una determinación renovada, empaquetó lo esencial en una mochila y partió rumbo a la misteriosa cueva donde, según los rumores, vivía el anciano.
Al llegar a la cueva, se encontró con un paisaje impresionante: altas rocas que se erguían como guardianes de un antiguo secreto, y un aire fresco que portaba aromas de pinos y tierra húmeda.
En su interior, una luz tenue iluminaba el rostro arrugado del Maestro Abel.
El anciano, de ojos profundos y voz serena, lo recibió con una sonrisa que transmitía una calma infinita.
– Bienvenido, joven viajero. ¿Qué busca un alma inquieta en este lugar solitario? – preguntó Abel, mientras se acomodaba sobre un pequeño banco de madera.
– Busco respuestas, maestro – contestó Hugo, su voz temblando de emoción – siento que no soy quien los demás creen que soy. Quiero entender cómo ser verdaderamente feliz.
– La felicidad no se encuentra en lo que los demás piensan, sino en ser fiel a uno mismo – respondió el anciano, con un brillo en sus ojos. – Para descubrirlo, debes enfrentar tres pruebas que te ayudarán a despojarte de lo que no eres.
Intrigado, Hugo asintió.
La primera prueba lo llevó a un bosque cercano, donde debía buscar el árbol más grande.
Al llegar, Leonardo, un niño de diez años que jugaba entre los árboles, se le acercó. Tenía una risa contagiosa y una mirada despreocupada.
– ¿Estás aquí para jugar? – preguntó el niño, irradiando alegría.
– No, estoy buscando un árbol. El más grande – respondió Hugo, con un tono que delataba lo serio de su misión.
– ¿Y eso te hará feliz? – preguntó Leonardo, frunciendo el ceño curioso.
– No lo sé – admitió Hugo, sintiéndose vulnerable.
– Entonces, ¿por qué no disfrutas de los árboles pequeños a tu alrededor? – sugirió el niño, corriendo entre las ramas. – A veces, son los más pequeños los que traen más felicidad. ¡Mira esa ardilla!
Hugo observó la ardilla saltando de rama en rama con una energía que nunca había notado en su vida. Sonrió, sintiendo una chispa de alegría. Quizá había estado buscando felicidad en un lugar equivocado.
Cumplida la primera prueba, regresó a la cueva, con una lección en el corazón.
La siguiente prueba lo llevaría a un río que serpenteaba por la montaña.
Allí, debía hablar con el pescador del lugar, un hombre robusto, de barba gris y manos callosas que narraban historias de años de labor en la corriente.
Al aproximarse, Hugo se dio cuenta de que el pescador tenía una calma inquebrantable.
– ¿Por qué pescas, hombre? – le preguntó Hugo, intrigado.
– Porque me da paz – respondió el pescador. – Cada vez que lanzo la red, dejo ir mis preocupaciones. Lo importante no es lo que pesco, sino el momento que experimento.
Hugo se quedó en silencio, considerando las palabras del viejo.
En su búsqueda de la felicidad, había estado aferrándose a metas que parecían inalcanzables, olvidando disfrutar cada momento.
Finalmente, llegó la última prueba, que consistía en compartir su historia con los demás.
En el pueblo, observó a los habitantes reunidos en la plaza, riendo y bailando.
Se sintió intimidado, pero recordó la sabiduría del anciano.
– ¡Escuchen! – exclamó, su voz resonando en el aire. – Vengo con una historia que quiero compartir. He aprendido que la felicidad no se encuentra en cumplir expectativas ajenas, sino en abrazar quienes realmente somos.
Los rostros se volvieron hacia él, sorprendidos al mismo tiempo que interesados. Una mujer de cabello rizado, llamada Clara, sonrió mientras le animaba a continuar.
– Todos estamos en esta búsqueda, Hugo. Cuéntanos más. –
Y así lo hizo. Hugo narró su viaje, las lecciones aprendidas y cómo, por fin, vislumbraba un camino hacia la autenticidad.
A medida que hablaba, notó cómo otros compartían sus propios relatos, sus miedos y sus sueños.
El ambiente se volvió un espacio de conexión genuina.
Cuando terminó, el pueblo estalló en aplausos. Old Abel, que había estado observando desde las sombras, se acercó y posó una mano sobre su hombro.
– Has encontrado la verdadera felicidad, Hugo. No a través de las expectativas, sino abrazando tu voz. Cada uno de nosotros tiene su propio viaje y ser auténtico es el mayor regalo que puedes ofrecerte a ti mismo y al mundo.
Con el corazón lleno de gratitud, Hugo comprendió que la felicidad era un estado de ser, una sensación de paz que empezaba en su interior.
Desde aquél día, se volvió un faro de esperanza no solo para sí mismo, sino también para los demás en Aldeagrande.
Con el tiempo, Hugo se convirtió en un narrador de historias, un amante de la vida que se dedicaba a compartir la felicidad de ser uno mismo.
Al encontrar su camino, iluminó el sendero de otros que también estaban perdidos, recordándoles que la autenticidad siempre ahora se respeta y celebra.
Los días de lucha se transformaron en momentos de alegría compartida, donde cada historia se entrelazaba como un hilo en la rica tela de la vida.
A medida que el sol se ponía en la distancia y la luz dorada cubría el pueblo, Hugo se sentó frente a un viejo árbol en la plaza, rodeado de amigos.
El lugar palpitaría con risas, música y amor, el eco de la felicidad viviendo en su esencia más pura.
Y así, en Aldeagrande, la búsqueda individual por la felicidad se convirtió en un viaje colectivo.
Todos aprendieron a abrazar su verdadera esencia y, juntos, compartieron una vida más plena y auténtica.
Moraleja del cuento «La felicidad de ser uno mismo»
La verdadera felicidad no consiste en ajustarse a lo que otros esperan de ti, sino en atreverte a ser tú mismo.
A lo largo del viaje de Hugo, aprende que solo cuando te aceptas plenamente, sin buscar la aprobación externa, puedes encontrar paz interior y plenitud.
Ser auténtico es lo que nos permite vivir con libertad y alegría.
Abraham Cuentacuentos.