La fiesta en la granja y el gallo que cantaba al sol
En el corazón de un verano cálido y brillante, la granja de Don Jacinto florecía con un esplendor especial. Entre los verdes campos y los árboles cargados de frutos, se alzaba una vieja pero robusta casona, hogar de gente trabajadora y dedicada. Don Jacinto, un hombre que había pasado la vida nutriendo la tierra, se preparaba para la fiesta anual que reunía a todo el pueblo.
María, su hija menuda y de cabellos oscuros como la noche, corría de un lado al otro, revisando los preparativos. “Papá, los invitados empezarán a llegar en cualquier momento, ¿tienes todo listo con los músicos?” preguntó con visible emoción.
“Por supuesto, hija,” respondió Don Jacinto con una sonrisa. “Hoy celebraremos como nunca, incluso nuestro gallo Aquiles parece más contento.” Aquiles, un gallo imponente de plumaje multicolor, tenía una peculiaridad: cantaba al amanecer, pero su canto no sólo anunciaba el inicio del día, sino que resonaba con una melodía que parecía traer suerte.
Mientras el sol empezaba a descender y su luz dorada acariciaba los campos, los primeros invitados comenzaron a llegar. Entre ellos, estaba Santiago, un viejo amigo de la familia, acompañado de su nieto Diego. Diego era un chico curioso de ojos verdes y una curiosidad insaciable. “Hola, María, ¿necesitas ayuda con algo?” preguntó él, deseoso de ser útil.
“Sí, Diego, podrías ayudarme a colgar las guirnaldas en el granero. Quiero que todo esté perfecto para esta noche,” respondió María. Los dos trabajaron juntos, mientras reían y compartían anécdotas. La juventud de Diego aportaba una chispa de entusiasmo que transformaba cada tarea en algo divertido.
La noche caía suave como un velo, y la granja se iluminaba con luces y sonidos festivos. La música llenaba el aire y las risas se esparcían como polvo de estrellas. Pero entonces, un grito de sorpresa rompió el hechizo de la velada. “¡El gallo Aquiles ha desaparecido!” exclamó Santiago, preocupado.
Todos se miraron entre sí, y la fiesta se detuvo por un instante. Sin perder tiempo, Don Jacinto, María, Diego y algunos vecinos se dispersaron por la granja en busca del preciado gallo. Diego, con su intuición juvenil, decidió buscar cerca del viejo granero donde raramente iba alguien. Al llegar, escuchó un ruido extraño detrás de una pila de sacos.
“Aquiles, ¿eres tú?” preguntó el joven con cautela, mientras apartaba un saco. Ahí, acurrucado, estaba Aquiles acompañado de un pequeño zorrito herido. “¡María, ven rápido! ¡Lo he encontrado!” gritó Diego emocionado.
María llegó corriendo y vio la escena. “Tenemos que ayudar a este zorrito,” dijo con ternura. Juntos, llevaron al animal a la casona, y mientras el veterinario del pueblo, Don Ezequiel, atendía al pequeño intruso, Aquiles se erguía nuevamente orgulloso.
De vuelta en la fiesta, Don Jacinto anunció con voz enérgica, “¡El gallo Aquiles ha sido encontrado! ¡Y además, hemos salvado a un nuevo amigo!” La multitud vitoreó y la celebración volvió a llenar la noche con alegría.
Cuando la luna se alzó alta en el cielo, la música tomó un ritmo más suave y las parejas comenzaron a bailar dulcemente. María y Diego se encontraban bailando cuando ella susurró, “Gracias por tu ayuda, esta noche ha sido mágica gracias a ti.”
Diego sonrió, y mientras continuaban girando bajo las estrellas, el canto de Aquiles resonó nuevamente, llenando el aire con una melodía de esperanza y renovado amanecer.
Moraleja del cuento «La fiesta en la granja y el gallo que cantaba al sol»
La vida siempre nos guarda sorpresas, y la verdadera felicidad se encuentra en la ayuda mutua y la solidaridad. En los momentos más inesperados, es donde se fortalecen los lazos más entrañables y se producen los milagros más sencillos. Ayudar a los demás puede traer nuevas luces y alegrías a nuestras vidas.