Cuento: La inquietante noche en el hospital abandonado y encuentros con lo desconocido en los corredores oscuros
La inquietante noche en el hospital abandonado y encuentros con lo desconocido en los corredores oscuros
La luna llena se alzaba sobre el antiguo hospital de Santa Mónica, cuyas ruinas eran silueteadas por un cielo límpido y estrellado.
A su encuentro venían tres amigos —Elena, Tomás y Óscar—, impulsados por la curiosidad y las historias de miedo que embargaban a la ciudadanía sobre aquel lugar.
Una mezcla de temor y emoción hacía vibrar sus corazones mientras se adentraban en los vastos y desolados pasillos del hospital.
Elena era la más valiente del grupo.
Su cabello negro y una chispa de determinación en sus ojos la hacían parecer invencible ante el peligro.
Tomás, de mirada escéptica y un escepticismo pragmático, siempre buscaba explicación lógica a los fenómenos más extraños.
Óscar, el más joven, acompañaba a sus amigos más por la promesa de una aventura que por un verdadero interés en lo paranormal.
A medida que avanzaban, el eco de sus pasos perturbaba el silencio sepulcral que gobernaba el edificio abandonado.
Cada puerta que cruzaban parecía cobrar vida con un quejido siniestro, como si las sombras mismas trataran de advertirles que retrocedieran.
“Dicen que aquí habita el espíritu de la enfermera que perdió a su paciente favorito” murmuró Elena, mientras su linterna iluminaba una habitación plagada de mobiliario roto.
“Deberíamos hacer una sesión de espiritismo”, propuso, más para probar la reacción de sus amigos que por verdadera convicción.
Tomás rodó los ojos, aunque un temblor sutil traicionó su calma.
“Deja de decir tonterías”, replicó. “Es solo un lugar antiguo y desolado, perfecto para alimentar supersticiones”.
No obstante, el escalofrío que recorrió su espinazo le recordaba que el miedo no necesitaba de creencias para existir.
Óscar, sin embargo, se abrazaba a su cámara como si de un amuleto protector se tratara, intentando capturar en imágenes lo que sus ojos no podían ver claramente.
“Chicos, ¿estáis viendo eso?”, susurró, señalando la ventana al final del pasillo.
Una cortina rasgada se movía sin viento, dibujando sombras danzantes en los muros carcomidos.
No tardaron en llegar a la capilla, donde antiguamente se ofrecían consuelos a las almas torturadas por la enfermedad.
Todavía quedaban vestigios de lo que fue un altar, y unas cuantas bancas mutiladas por el tiempo.
Elena puso su mochila en una de ellas y sacó una pequeña ouija improvisada.
“¿Estás listo para demostrar que todo esto es un cuento de viejas, Tomás?” le desafió con una sonrisa.
“Esto es una locura”, intervino Óscar, cuya voz delataba un temor genuino.
Sin embargo, la fascinación de los acontecimientos que podrían desplegarse ante ellos era lo suficientemente fuerte como para mantenerlo en su lugar.
Mientras colocaba sus dedos sobre el planchette junto con Elena, Tomás no pudo evitar pensar que estaba por cruzar una línea peligrosa.
“Solo juguemos a tus juegos, pero cuando no pase nada, nos vamos de este lugar”, dijo con firmeza.
Los segundos que siguieron estuvieron cargados de una tensión que parecía surgir de las mismas paredes.
“¿Hay alguna presencia aquí con nosotros?”, preguntó Elena con voz apenas audible.
El silencio fue su única respuesta, un silencio que parecía tomar consistencia y peso.
De repente, el planchette se movió ligeramente, lo suficiente para que la respiración de los tres amigos se detuvo.
“¿F-fuiste tú, Elena?”, tartamudeó Óscar, incapaz de despegar la vista del tablero.
“No, no fui yo”, replicó ella, sus ojos barrían la habitación en busca de una explicación racional.
Cuando el planchette se deslizó hacia el ‘sí’ con más fuerza, ya no quedaban dudas de que algo o alguien estaba respondiendo.
Tomás se puso de pie, su rostro pálido como el mármol.
“Tenemos que irnos de aquí. Ahora”, dictaminó, su voz era un mando más que una sugerencia.
Apenas habían emprendido su huida cuando un murmullo surgió desde lo más hondo del hospital.
Voces susurrantes, ininteligibles, cargadas de dolor y pesar que los envolvían en una sábana gélida de miedo.
Corrían por los corredores iluminados solo por los intermitentes haces de sus linternas, cada sombra se convertía en un ente acechante, cada grito del pasado en una amenaza actual.
Óscar, rezagado y sofocado por el pánico, trastabilló y cayó al suelo.
En ese momento, una figura se desvaneció al fondo del pasillo.
Con los cabellos enmarañados cayendo sobre un rostro que el tiempo había borrado, el espectro de una mujer en hábito de enfermera lo miraba inmóvil, con una tristeza infinita en sus ojos vacíos.
El miedo lo paralizó, pero sus amigos volvieron a por él, arrastrándolo lejos de la visión que se desintegró como niebla al amanecer.
En una carrera desesperada alcanzaron la salida, y el mundo real nunca se había sentido tan acogedor ni tan vivo como en ese instante de liberación.
A la mañana siguiente, mientras el susto se desvanecía con los primeros rayos del sol, decidieron hablar.
Hablar no solo entre ellos, sino con los habitantes de una ciudad que había convertido el miedo en leyendas olvidando que, alguna vez, personas de carne y hueso habitaron aquel hospital.
Tomás, con su mente analítica, comprendió que esas apariciones y fenómenos podían ser un llamado desesperado de atención, un eco del sufrimiento del pasado que requería ser escuchado y honrado.
Elena sentía que debían compartir su historia, para que la memoria y el respeto remplazaran al miedo y las fábulas sin fundamento.
Así, Óscar tomó sus fotografías, y aunque no capturó fantasmas, consiguió imágenes que hablaban de la historia y la humanidad del lugar.
Comprometidos con su causa, los tres amigos organizaban visitas guiadas al hospital, explicando su verdadera historia y desmitificando leyendas.
La última de estas visitas coincidió con la noche en que habían vivido su terrorífica experiencia, un año después.
Al concluir el relato de aquel pasado y la real naturaleza de los ‘fantasmas’, un susurro recorrió la multitud, lleno de compasión y de un nuevo entendimiento.
Una figura se acercó a ellos, una anciana que había trabajado como enfermera en sus años mozos en aquel hospital.
“Siempre supe que aquellos a quienes cuidé seguían aquí, en esencia, pidiendo ser recordados”, dijo con una voz quebrada por la emoción.
Y fue entonces, en la unión de lo vivo y lo recordado, donde el verdadero misterio del hospital abandonado dio paso a la luz.
No era un lugar para tenerle miedo, sino un monumento al valor, a la vida, al dolor y a la esperanza que algún día vivieron entre esas paredes.
Y así, el hospital abandonado se transformó en un museo, un templo de memoria, donde cada rincón hablaba no de terror, sino de la nobleza de aquellos que un día lo habitaron, trabajadores y pacientes por igual.
La última noche de su aventura les enseñó que el miedo solo tiene el poder que le otorgamos y que al enfrentarlo, podemos encontrar la verdad y la belleza en lo que alguna vez temimos.
Moraleja del cuento: “La inquietante noche en el hospital abandonado y encuentros con lo desconocido en los corredores oscuros”
Ante lo desconocido, nuestra mente tiende a crear monstruos y fantasmas que nos aterran, pero es en la luz de la comprensión y el respeto donde esos miedos se desvanecen.
El valor para enfrentar nuestras sombras nos permite descubrir la verdad y la historia oculta detrás de los mitos.
Al recordar y honrar el pasado, transformamos lugares de temor en santuarios de aprendizaje y aprecio por la vida.
Abraham Cuentacuentos.
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