Cuento: «La jaula más invisible»
En un rincón olvidado del pueblo de Vallegrande, una perra llamada Lía vagaba entre sombras. Sus ojos, dos faros de tristeza, brillaban como las estrellas en la oscuridad. Pasaba los días buscando una caricia que a menudo se negaba, esquivando miradas y corazones cerrados. Los niños la evitaban, sus risas sonando como campanas lejanamente amargas.
Un día, mientras exploraba los restos de una vieja huerta llena de sueños marchitos, Lía escuchó un llanto débil que se elevaba en el aire fresco de la tarde. Sigilosamente se acercó y descubrió a un pequeño gato atrapado entre maderas podridas. Sus suaves maullidos eran ecos de desesperanza; un grito silencioso que resonó dentro de Lía. Sin dudarlo, alzó su pata y removió lo que bloqueaba al gatito.
– ¡No temas! -dijo Lía con voz suave-, ahora estás a salvo.
– Pero… nadie me quiere -respondió el gato con tristeza en sus ojos oscuros- ni siquiera me saben ver.
Lía sintió un pinchazo en su corazón, esa herida invisible que compartían todos los seres ignorados por aquellos a quienes llamaban humanos. Juntos decidieron cruzar la plaza del pueblo hacia el mercado, donde aromas vibrantes llenaban el aire: frutas frescas, panes recién horneados… y desaires. Niños se burlaron al verlos; uno arrojó una piedra cerca de Lía.
– Vete, rabiosa -gritó un chico con tirantes rojos-, no necesitas estar aquí.
Lía tembló; no por miedo, sino porque sabía cuántas veces ella misma había sido tratada así. Al mirar al gato a su lado vio reflejado el miedo en sus grandes ojos felinos y comprendió que no podían rendirse. Tenían que ser su propia fortaleza.
– Ven -le susurró-. Sube a mi espalda; juntos podemos mostrarles la belleza del compañerismo.
Aprovechando la sorpresa del grupo infantil y armándose de valor, Lía comenzó a correr por la plaza con el gatito seguro sobre ella. En medio del bullicio atrajeron las miradas curiosas del público. Sus patas trazaban un camino errático pero valiente entre la incredulidad de aquellos ojos infantiles que nunca habían contemplado una amistad tan sincera.
Cuando llegaron a un pequeño charco de agua cristalina rodeado de flores silvestres, detuvieron su frenética carrera y allí reposaron; exhalando jadeos entre risas despreocupadas ante lo inesperado que era sentirse libres. El sol brillaba suavemente y ambos comprendieron: quizás lo más difícil era simplemente existir sin tener miedo al rechazo.
Moraleja: «La jaula más invisible»
A veces los barrotes no son físicos, son miedos construidos sobre prejuicios ajenos.
En cada mirada perdida puede haber un alma esperando ser vista,
desatemos esas jaulas invisibles,
dejemos florecer las amistades sinceras en nuestro andar,
porque solo entonces aprenderemos a vivir libres en esta tierra compartida.