La leyenda de la iguana dorada y el templo perdido

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La leyenda de la iguana dorada y el templo perdido

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En la espesura de la selva tropical, donde la bruma de la mañana se entrelaza con las copas de los árboles, vivía una peculiar iguana llamada Izar. Era conocida por tener una piel resplandeciente como si estuviese bañada en oro. No existía en el mundo otra criatura igual, y su misteriosa belleza traía consigo una leyenda que envolvía a la pequeña aldea de San Juan de Gaztelugatxe.

Dicen que Izar era la custodia de un antiguo secreto: la ubicación del Templo Perdido de Xachitl, un santuario olvidado donde yacían tesoros y conocimientos de una antigua civilización. Un tesoro que atraía no solo a valientes y ávidos exploradores, sino también a sombrías figuras que deseaban el poder para fines oscuros.

Un audaz explorador, Diego Montenegro, había llegado recientemente al poblado, con ojos llenos de ambición y un corazón palpitante de curiosidad. Además de su brújula y mapa, llevaba consigo un antiguo medallón que, según la leyenda, serviría para desvelar la entrada al templo si encontraba a la iguana dorada. «La clave del misterio», murmuraba para sí, mientras recorría la maleza en busca de pistas.

Cierta mañana, mientras el rocío todavía humedecía la selva, una niña llamada Lucía tropezó con Izar mientras jugaba cerca de su casa. La criatura parecía confiar en la inocente niña, como si supiera que su alma pura no le haría daño. Lucía, maravillada por el ser de esplendor dorado, prometió mantenerla en secreto, consciente de que muchos hombres malvados podrían querer hacerle daño por su preciosa piel.

La noticia de la existencia de Izar y su mágica conexión con el Templo Perdido se propagó por la aldea como el viento atraviesa las hojas. Cada susurro añadía más color y detalle a la leyenda, hasta que los relatos llegaron a oídos de un hombre enigmático llamado Ignacio, cuyo rostro siempre estaba cobijado tras un sombrero de ala ancha y una espesa barba negra.

Ignacio era conocido por muchos como el buscador de fortunas, un hombre que, movido por una ambición sin límites, no dudaría en alterar el orden natural para obtener lo que deseaba. Con las historias de la aldea resonando en su mente, decidió que haría lo que fuera por encontrar a Izar y, con ella, el camino hacia el Templo Perdido.

Diego y Lucía, por diferentes razones, pronto se dieron cuenta de la amenaza que Ignacio representaba para Izar y los secretos que guardaba. Diego, consciente del peligro, propuso una alianza improbable con la pequeña, prometiendo proteger la integridad de Izar y el templo a cambio de su guía. Lucía aceptó, con la esperanza de que su nueva amiga estuviera a salvo.

Los días pasaron, y los intentos de Ignacio de capturar a Izar se volvieron más audaces y desesperados. La selva, un laberinto de verdes que camuflaba tanto peligros como maravillas, se convirtió en un tablero de ajedrez para los protagonistas de esta leyenda. La iguana, con su inteligencia natural, lograba siempre mantenerse un paso adelante, guiando a Diego y Lucía por sendas casi olvidadas.

En uno de esos caminos ocultos, el trío descubrió la entrada secreta al Templo Perdido. Cubierta de raíces y lianas, la entrada aguardaba desde tiempos inmemoriales ser revelada. Siguiendo las indicaciones del medallón de Diego, la puerta se abrió lentamente, descubriendo un camino que se adentraba en las profundidades de la tierra.

Dentro del templo, la luz del sol filtrada a través de orificios en la roca iluminaba murales de un esplendor inimaginable, narrando historias de la civilización pasada y sus conexiones con el mundo natural. El oro, lejos de acumularse en monedas o joyas, se presentaba en forma de arte y ciencia, fusionándose con el verdor de la selva misma. Izar, parecía estar en casa.

Mientras el grupo se adentraba más en el templo, percibieron la presencia de Ignacio y sus secuaces, quienes los habían seguido sigilosamente. La tensión aumentó cuando Ignacio encontró a la iguana y, con una sonrisa de triunfo, la capturó en sus manos. «¡Por fin la fortuna me sonríe!», exclamó con júbilo.

Lucía, con la valentía de una feroz guerrera y la astucia de la selva misma, ideó un plan para salvar a su amiga. Con gestos sutiles y palabras suaves, instó a Diego a usar el medallón de una manera que Ignacio no pudiera anticipar. La niña sabía que, si bien el medallón podía abrir caminos, también tenía el poder de cerrarlos.

En un acto de fe y confianza, Diego utilizó el medallón para activar un antiguo mecanismo del templo. De repente, las paredes se sacudieron y una sección del suelo se deslizó, creando una brecha entre Ignacio y el grupo. La iguana, aprovechando un momento de distracción, se liberó de su captor y corrió hacia sus protectores. Juntos, hallaron una ruta de escape hacia los brazos acogedores de la selva.

Ignacio, derrotado por la astucia del trío y las trampas del templo, pudo únicamente gritar en vano mientras veía desaparecer su ansiado tesoro entre las sombras de los árboles. Juró volver, pero algo en el aire le hizo entender que la selva nunca revelaría sus secretos a quienes no respetaran su sagrado equilibrio.

Tras la aventura, Diego, Lucía y una vez más libre Izar emergieron de la selva exhaustos pero alegres. La aldea los recibió como héroes, y a partir de ese día, Diego y Lucía juraron proteger el secreto del Templo Perdido y de la valiente iguana dorada que lo custodiaba.

Con el paso del tiempo, la relación entre humanos y naturaleza en San Juan de Gaztelugatxe se fortaleció, y la leyenda de Izar pasó a ser una historia de respeto y armonía. El brillo de la iguana no solo adornaba la selva, sino que también iluminaba los corazones de quienes aprendieron que algunos tesoros no valen por su peso en oro, sino por la sabiduría y vida que protegen.

Diego decidió quedarse en la aldea, aprendiendo a valorar las riquezas intangibles que la selva ofrecía. Lucía creció como guardiana de los secretos de la selva, una líder que enseñaba a las nuevas generaciones la importancia de vivir en armonía con la naturaleza. E Izar, la iguana dorada, continuaba siendo un símbolo de misterio y belleza, recordando a todos los habitantes de aquel lugar mágico que la verdadera riqueza yace en la capacidad de coexistir pacíficamente con el mundo que nos rodea.

Moraleja del cuento «La leyenda de la iguana dorada y el templo perdido»

En la convivencia con la naturaleza y sus seres misteriosos, descubrimos que el más glorioso tesoro no se mide en riqueza material, sino en el respeto, cuidado y entendimiento que tejemos con el entorno que nos sustenta. La armonía con la vida es el oro que verdaderamente nos enriquece el alma.

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