Cuento: La llorona y su leyenda

Breve resumen de la historia:

La llorona y su leyenda En un pequeño y antiguo pueblo, escondido entre montañas y rodeado por un espeso bosque, vivía una mujer llamada María. Era conocida por todos como una mujer de gran belleza, con largos cabellos negros que caían en cascada por su espalda y ojos oscuros que parecían guardar secretos profundos. María…

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Cuento: La llorona y su leyenda

La llorona y su leyenda

En un pequeño y antiguo pueblo, escondido entre montañas y rodeado por un espeso bosque, vivía una mujer llamada María.

Era conocida por todos como una mujer de gran belleza, con largos cabellos negros que caían en cascada por su espalda y ojos oscuros que parecían guardar secretos profundos.

María era madre de dos niños pequeños, quienes eran su mayor orgullo y alegría.

Su vida giraba en torno a ellos, y aunque su esposo la había abandonado hacía ya unos años, ella se mantenía firme y llena de amor para sus hijos.

El pueblo en el que vivían, San Esteban, tenía un aire de misterio.

Las casas de adobe, algunas con techos de tejas rojas y otras cubiertas de palma, se alineaban a lo largo de estrechas calles empedradas.

Por la noche, una niebla densa se levantaba del río que cruzaba el pueblo, envolviendo todo en un manto blanco y húmedo.

Se decía que ese río era encantado, y que en sus aguas habitaban espíritus que velaban por los secretos más oscuros de la tierra.

María tenía un carácter tranquilo, pero algo en su mirada siempre reflejaba una melancolía profunda.

A pesar de la aparente paz de su vida, en su corazón cargaba una pena que no compartía con nadie.

Los ancianos del pueblo, aquellos que habían visto más de lo que les gustaría recordar, murmuraban entre ellos, afirmando que María había hecho un pacto con fuerzas que no comprendían, y que ese dolor en su corazón era el precio que pagaba por sus acciones pasadas.

Las noches en San Esteban eran frías y silenciosas, solo interrumpidas por el lejano susurro del viento que movía las ramas de los árboles y el sonido del río fluyendo lentamente.

Pero había una noche al año en la que el pueblo entero se sumergía en un temor profundo: la noche de Todos los Santos.

En esa noche, las fronteras entre los vivos y los muertos se volvían borrosas, y los espíritus podían caminar entre los mortales.

Y fue en una de esas noches cuando la historia de María tomó un giro inesperado.

Los niños, con sus inocentes risas y juegos, no sospechaban lo que se avecinaba.

María, sin embargo, parecía estar más distante que nunca, sus ojos cada vez más ausentes, como si una sombra oscura se cerniera sobre ella.

Y esa noche, cuando la niebla empezó a alzarse desde el río, María dejó que el peso de su secreto la arrastrara a un destino incierto.

El río, con sus aguas oscuras y frías, se convirtió en el escenario de uno de los eventos más trágicos que el pueblo jamás presenciaría.

Los aldeanos, al oír el llanto desgarrador de una madre que había perdido todo, se reunieron en la orilla, sus corazones latiendo con miedo y tristeza.

María había desaparecido junto con sus hijos, y el río guardó su destino entre sus aguas.

Desde entonces, una leyenda nació en San Esteban: la de La Llorona, una mujer que vaga por las noches, buscando a sus hijos perdidos, su llanto llenando el aire y haciendo que cualquiera que lo escuche se estremezca de terror.

Pero lo que nadie sabe es la verdadera historia de lo que ocurrió aquella noche, una historia que aún permanece enterrada en lo profundo de las aguas del río.

Aquella fatídica noche de Todos los Santos, mientras los aldeanos dormían inquietos, algo extraño ocurrió en el río. La niebla parecía más espesa de lo normal, cubriendo todo como un sudario blanco.

Las aguas, que solían fluir tranquilas, comenzaron a agitarse como si algo en sus profundidades estuviera despertando.

María, con el corazón destrozado y la mente nublada por el dolor, se acercó al río, llevando a sus hijos de la mano.

La leyenda cuenta que, en un acto de desesperación, María arrojó a sus hijos al río, y luego se sumergió ella misma en las aguas gélidas, con la esperanza de reunirse con ellos en el más allá. Pero la realidad fue muy distinta.

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Cuando María llegó a la orilla, una voz profunda y susurrante la detuvo.

Era una voz que parecía provenir de las aguas mismas, como si el río le hablara. «María,» dijo la voz, «tu dolor ha llegado hasta las profundidades de mi ser. Pero antes de que cometas una locura, te ofrezco un trato. Puedes salvar a tus hijos y liberarte de tu pena, pero a cambio, debes entregarme algo que valoras más que tu propia vida.»

María, confundida y aterrorizada, miró a sus hijos, quienes la observaban con ojos inocentes, sin entender el peligro que los acechaba. «Lo que más valoro en este mundo son mis hijos,» respondió ella con voz quebrada. «No puedo ofrecerte nada más.»

La voz rió, un sonido frío y cruel que resonó en la noche. «Eso no es lo que quiero, María. Te ofrezco la posibilidad de borrar todo tu dolor, de llevar a tus hijos a un lugar seguro. Pero a cambio, debes entregar tu alma al río. Te convertirás en parte de mí, en el espíritu que guardará mis aguas por la eternidad.»

María, sintiendo que su mente se oscurecía, miró a sus hijos por última vez. «Acepto,» murmuró, apenas capaz de hablar. «Haz lo que quieras conmigo, pero salva a mis hijos.»

El río, satisfecho con el trato, levantó una ola que envolvió a los niños, llevándolos suavemente a la orilla opuesta, donde la niebla los ocultó de la vista de su madre.

María, al ver que sus hijos estaban a salvo, sintió un alivio momentáneo.

Pero antes de que pudiera hacer nada más, sintió cómo su cuerpo se volvía frío, sus extremidades se entumecían y su alma era arrancada de su ser, absorbida por las aguas oscuras del río.

Desde ese momento, María se convirtió en La Llorona, un espíritu atrapado entre el mundo de los vivos y los muertos, condenado a vagar por las orillas del río buscando a sus hijos, aunque sabía que jamás los volvería a ver.

Cada vez que alguien se acercaba demasiado a las aguas, su llanto resonaba, un recordatorio de su dolor eterno y de la promesa que había hecho.

Los años pasaron, y la historia de La Llorona se extendió más allá de San Esteban, convirtiéndose en una leyenda contada en todo México y más allá. Pero lo que pocos sabían era que la verdadera tragedia no era el destino de María, sino el de sus hijos.

Pues el río, en su malicia, no los llevó a un lugar seguro, sino que los hizo desaparecer en la niebla, ocultándolos en un mundo entre este y el otro, donde vagarían por la eternidad, tan perdidos como su madre.

La niebla, que aún se levantaba cada noche de Todos los Santos, era el único testigo de esta historia, un velo que cubría los secretos del río y de la tragedia que allí ocurrió.

Y así, La Llorona seguía vagando, su llanto resonando en la noche, un eco de su dolor que nunca encontraría consuelo.

Con el paso del tiempo, la leyenda de La Llorona se arraigó profundamente en el corazón de los habitantes de San Esteban.

Nadie se atrevía a acercarse al río después del anochecer, por temor a escuchar el llanto desgarrador de María, que se decía atraía a quienes lo oían hacia una muerte segura.

Pero lo que nadie sabía era que, bajo esa angustia eterna, La Llorona seguía buscando una forma de romper su maldición.

Una noche, muchos años después de aquel trágico suceso, una joven llamada Ana, recién llegada al pueblo, decidió desafiar las advertencias y caminar hacia el río.

Ana era valiente y curiosa, dos cualidades que habían sido tanto su mayor fortaleza como su mayor debilidad.

Al llegar al pueblo, había escuchado las historias de La Llorona y, en lugar de asustarse, sintió una extraña conexión con la mujer de la leyenda.

Algo dentro de ella la impulsaba a descubrir la verdad, a saber más sobre esa alma perdida.

Esa noche, la luna estaba llena y su luz pálida iluminaba el camino hacia el río.

Ana se adentró en la niebla, sintiendo el frío en sus huesos, pero sin detenerse.

El sonido del agua fluyendo se hacía cada vez más fuerte, y pronto llegó a la orilla.

Allí, se quedó en silencio, esperando, sin saber realmente qué esperaba encontrar.

De repente, un susurro se levantó entre la niebla, suave al principio, pero luego más claro, como un lamento.

Era el llanto de La Llorona. Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no retrocedió.

En cambio, avanzó un poco más, hasta que vio una figura borrosa en la distancia.

Era María, su rostro pálido y sus ojos llenos de desesperación, como si llevara siglos cargando con un dolor insoportable.

«¿Por qué has venido?» preguntó La Llorona con una voz que parecía estar hecha de viento y agua. Ana no supo qué responder al principio, pero luego, con el valor que la había llevado hasta allí, dijo: «He venido para ayudarte.»

La Llorona la miró con una mezcla de sorpresa y tristeza. «Nadie puede ayudarme, niña. Estoy condenada a vagar por esta orilla para siempre, buscando lo que nunca podré encontrar.»

Pero Ana no se dejó intimidar. «He escuchado tu historia, pero creo que hay algo más que no sabemos. Quizás haya una forma de romper la maldición.»

La Llorona se quedó en silencio por un momento, como si estuviera considerando lo que Ana decía.

Luego, su rostro se torció en una expresión de amargura. «El río me traicionó,» susurró. «Prometió salvar a mis hijos, pero los hizo desaparecer. No sé dónde están, y no puedo descansar hasta encontrarlos.»

Ana, sintiendo una profunda compasión por la madre afligida, se acercó más, hasta que estuvo a solo unos pasos de ella. «Déjame ayudarte a buscarlos,» dijo con determinación. «Juntas podemos encontrarlos y liberarlos de este lugar.»

Por un instante, los ojos de La Llorona se iluminaron con una chispa de esperanza. «¿Por qué harías eso por mí?» preguntó, con la voz temblorosa.

«Porque todos merecemos una segunda oportunidad,» respondió Ana. «Incluso tú, María.»

La figura espectral asintió lentamente, como si por primera vez en siglos sintiera que había una posibilidad de redención.

Juntas, Ana y La Llorona empezaron a caminar a lo largo del río, buscando pistas, escuchando los susurros del agua y de la niebla.

Era como si el río estuviera revelando sus secretos, poco a poco.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegaron a una parte del río donde el agua era clara y tranquila, reflejando la luna llena.

Fue allí donde Ana sintió una extraña energía, como si algo invisible se estuviera moviendo bajo la superficie.

Se arrodilló junto al agua y, sin pensarlo dos veces, sumergió las manos. Un frío intenso la recorrió, pero no se detuvo.

De repente, sintió algo sólido entre sus dedos.

Tiró suavemente, y del agua emergieron dos pequeñas figuras.

Eran los hijos de María, sus rostros tan pálidos como el de su madre, pero con una expresión de paz que contrastaba con el dolor que habían soportado.

La Llorona, al ver a sus hijos, cayó de rodillas, su llanto transformándose en un suspiro de alivio.

«Mis niños…» murmuró María, mientras sus hijos se desvanecían lentamente, como si finalmente pudieran descansar en paz.

Ana se alejó, dejando que María tuviera su momento de despedida.

Sabía que había cumplido con su misión, que había liberado a La Llorona y a sus hijos del tormento eterno.

La figura espectral de María comenzó a desvanecerse también, pero no antes de que dirigiera una última mirada agradecida a Ana.

«Gracias,» susurró La Llorona, antes de desaparecer por completo, dejando solo la calma del río y el silencio de la noche.

Ana, ahora sola junto al río, sintió una extraña mezcla de tristeza y alivio.

Había ayudado a resolver una tragedia que había durado siglos, y aunque la leyenda de La Llorona nunca sería olvidada, ahora sabía que su espíritu finalmente había encontrado la paz.

Con la desaparición de La Llorona, el ambiente en San Esteban comenzó a cambiar.

La niebla, que había sido una presencia constante y opresiva, se volvió más ligera, menos inquietante.

Los aldeanos, sin saber exactamente lo que había ocurrido, empezaron a notar que el aire parecía más limpio, como si una pesada carga se hubiera levantado del pueblo.

Nadie escuchó más el llanto desesperado que durante generaciones había aterrorizado a los habitantes, y el río, aunque seguía fluyendo con la misma serenidad, parecía haber dejado atrás sus oscuros secretos.

Ana regresó al pueblo, sintiendo en su interior una paz que no había experimentado antes.

No habló con nadie de lo que había vivido esa noche, sabiendo que era una historia que la mayoría no podría comprender.

Pero en su corazón, sabía que había hecho lo correcto, y eso era suficiente.

Con el tiempo, Ana se convirtió en una figura respetada en San Esteban, conocida por su valentía y sabiduría.

Aunque nunca contó lo que realmente había ocurrido con La Llorona, muchos notaron que algo había cambiado en ella después de aquella noche junto al río.

Su mirada, antes curiosa e intrépida, ahora tenía un matiz de comprensión profunda, como si hubiera visto más allá de lo que la mayoría de las personas podían imaginar.

El río, por su parte, volvió a ser un lugar donde los niños jugaban durante el día, sin el temor de los antiguos relatos.

Aunque la leyenda de La Llorona seguía siendo contada, ahora era vista como una advertencia sobre los peligros de la desesperación, pero también como una historia de redención.

Aquellos que la escuchaban, especialmente los jóvenes, encontraban en ella una lección sobre el poder del perdón y la importancia de no rendirse, incluso en los momentos más oscuros.

Pasaron los años, y Ana envejeció en el pueblo que había elegido como su hogar.

San Esteban prosperó, y aunque el mundo cambiaba a su alrededor, el río y sus historias permanecieron.

Y así, la leyenda de La Llorona, aunque transformada, siguió siendo parte del tejido cultural del lugar, recordando a todos que incluso las almas más perdidas podían encontrar la paz si se les daba una segunda oportunidad.

Moraleja del cuento «La Llorona y su leyenda»

A veces, las historias que creemos conocer encierran verdades más profundas que lo que nos han contado.

La desesperación puede llevarnos por caminos oscuros, pero siempre hay esperanza, incluso en los lugares más sombríos.

Nunca subestimes el poder de la compasión y el perdón, pues pueden liberar a aquellos que han estado atrapados en su propio dolor por mucho tiempo.

Abraham Cuentacuentos.

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Espero que estés disfrutando de mis cuentos.