La máscara mágica que sorprendió en Halloween
Era una noche oscura y nublada de Halloween cuando Sofía decidió que ya era hora de dejar de esconderse. Con diez años y una valentía muy a su pesar, había pasado las últimas semanas eligiendo su disfraz. Finalmente, su abuela, una anciana con más historias de las que podía contar y cuyo cabello blanco parecía iluminarse a la luz de las velas, le había dado una pequeña máscara dorada.
“Es una máscara especial, Sofía”, le había dicho su abuela con una sonrisa traviesa. “Te permitirá ver más allá de lo que tus ojos ven”.
Intrigada, Sofía la estudió con atención. Era decorada con pequeños destellos que parecían reflejar pequeños mundos en su superficie. “¿Pero qué significa eso, abuela?” preguntó, tratando de entender si se trataba de una broma más de esas que siempre le gastaba.
“Cuando llegues a la fiesta, úsala. Te prometo que se te revelará una magia que no te esperas”, insistió su abuela, guiñándole un ojo.
Con entusiasmo y un toque de nerviosismo, Sofía se dirigió a la casa de su amiga Clara. La noche prometía ser espectacular, con luces de calabaza parpadeando por las calles y risas de niños resonando en el aire fresco. Al llegar, se encontró con un mar de disfraces: brujas, fantasmas, y uno que otro zombis tambaleantes. Pero lo que llamó su atención fue Edgar, el chico más popular del colegio, que en ese momento se encontraba discutiendo con su amigo Tomás.
“Yo te digo que un verdadero fantasma no se esconde”, decía Tomás, mientras las luces parpadeaban detrás de ellos.
“Y yo te digo que un verdadero fantasma no existe”, respondía Edgar, con simpatía, aunque algo arrogante.
Sofía tomó una respiración profunda y, viendo que cada niño continuaba su fiesta sin importar las palabras de sus compañeros, se puso la máscara, alisando los bordes dorados. Y en ese instante, la atmósfera pareció cambiar. De repente, las luces se intensificaron y comenzaron a girar en un caleidoscopio de colores.
“¿Qué está ocurriendo?” exclamó Clara, sus ojos como platos al ver la transformación.
“¡Mira! ¡El jardín!” gritó Sofía, y todos los niños se giraron hacia el patio. Fuera, las calabazas brillaban intensamente, emitiendo risas que miles de caras conocidas parecían esbozar. La magia era palpable, los escalofríos que corrían por sus espaldas eran de emoción, no de miedo.
Edgar, ahora intrigado, se acercó y preguntó: “¿Cómo hiciste eso?”
Sofía, sintiéndose poderosa, respondió con una risita: “No lo sé, pero parece que la máscara está haciendo su magia”. El chico se le quedó mirando, con una mezcla de asombro y admiración, y por un momento pareció recordar que no todo en la vida era tan serio.
Juntos, decidieron explorar el fenómeno. Los niños comenzaron a correr, mientras las luces seguían danzando y los espíritus de la fiesta parecían unirse en una melodía de ilusión. Incluso Tomás, que siempre había sido algo cínico, sonrió y se unió al juego.
#Al final de la noche, todos estaban exhaustos pero felices. Sofía, aún con la máscara, sintió que había realizado más que solo sorprender en una fiesta: había logrado que todos se unieran. “La magia está en las risas, ¿verdad, abuela?” murmuró cuando volvió a casa.
“Exactamente, mi niña. La verdadera magia está en nosotros y en compartirla”, le respondió su abuela mientras apagaban las luces del hogar.
Moraleja del cuento “La máscara mágica que sorprendió en Halloween”
La magia más impactante no siempre es la que se ve, sino la que se siente en los corazones de quienes nos rodean.