Cuento: La montaña de los sueños
La montaña de los sueños
En un valle donde los amaneceres tiñen de oro las laderas, vivía Alma, una joven que llevaba el brillo de las estrellas en su mirada y el peso de las dudas sobre sus hombros.
Su rostro reflejaba la suavidad de la brisa, pero sus ojos, del color de la tierra mojada, a menudo se entristecían al mirarse en el espejo del río que serpenteaba cerca de su hogar.
Cada mañana, Alma se aventuraba por los caminos del valle, saludando a las flores y a los árboles como si fueran viejos amigos. La naturaleza le respondía con murmullos cómplices y melodías que la brisa arrancaba a las hojas.
En esos momentos, olvidaba las sombras que nublaban su ánimo.
Un día, mientras recolectaba bayas cerca del bosque, encontró a un anciano sentado sobre una roca, con la mirada perdida en la imponente montaña que se alzaba al otro lado del valle.
El viejo, conocido por todos como Elio, tenía fama de ser un sabio y conocía innumerables relatos del lugar.
“La veo tan alta y escarpada que no puedo imaginar alcanzar su cima”, suspiró Alma, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.
Elio giró su rostro hacia ella, sus ojos eran como dos luciérnagas que guardaban secretos del crepúsculo.
“La montaña de los sueños no se mide por su altura, sino por la valentía de aquellos que no temen escalarla,” dijo con una voz que parecía llegar desde el fondo de los tiempos.
Alma se sentó junto a él, intrigada. “¿La montaña de los sueños?”, preguntó con curiosidad.
“Sí. Cada uno de nosotros tiene una montaña de sueños por escalar. La tuya te espera,” afirmó Elio, señalando no solo la montaña física, sino algo más allá, algo que resonaba dentro de ella.
Los días siguieron su curso y la idea de la montaña se arraigó en el corazón de Alma.
Mientras ayudaba a su familia en las labores del campo y tejía canastas para vender en el mercado, su mente vagaba hacia aquella silueta imponente que recortaba el horizonte.
Su padre, un hombre práctico y de pocas palabras, notó el cambio en ella. “Alma, ¿qué tienes en la cabeza?”, le preguntó un atardecer, mientras compartían un té de hierbas.
“Padre, quiero escalar la montaña de los sueños,” confesó con un hilo de voz.
Durante unos instantes, el silencio solo fue interrumpido por el crujido de las llamas en la chimenea.
Luego, con una sonrisa que arrugó aún más su rostro curtido, él asintió. “Entonces debes prepararte, porque ningún sueño se alcanza sin esfuerzo,” dijo, aplicando la lógica sencilla que regía su vida.
Alma se sumergió en la preparación, entrenando su cuerpo y su mente. Leyó sobre los que había intentado el ascenso y conversó con aquellos que habían tocado la cima.
Descubrió que no se trataba solo de una montaña, sino de un viaje hacia el interior de uno mismo.
Cuando llegó el día, se puso sus botas más resistentes y tomó el viejo bastón de su abuelo.
Frente a ella, la montaña parecía aún más imponente. Cerró los ojos, respiró profundo y dio el primer paso.
Con cada metro ascendido, sus dudas parecían alejarse. La montaña la desafiaba con sus riscos y su viento cortante, pero Alma avanzaba, encontrando en cada piedra y cada raíz un apoyo inesperado.
Y entonces, ocurrió. A medio camino, una tormenta se desató sin previo aviso, golpeando la montaña con rabia.
Alma buscó refugio bajo una saliente rocosa, protegiéndose como podía del viento y la lluvia que azotaban sin piedad.
Allí, sola y a merced de los elementos, comprendió que la montaña le estaba enseñando una última lección: la fuerza no solo venía de los músculos y el coraje, sino también de la capacidad de enfrentar los miedos y de resistir ante la adversidad.
La tormenta pasó tan rápido como había llegado, dejando un manto de paz y un arcoíris que se tendía sobre el valle. Alma, empapada pero invicta, retomó su camino.
Finalmente, llegó la cima.
Allí, donde las nubes acariciaban la tierra y el sol saludaba con sus últimos rayos del día, Alma se encontró a sí misma. Nunca había sentido una paz así, una aceptación tan plena de su ser.
“Soy fuerte. Soy valiosa. Soy digna de mis sueños y capaz de superar cualquier tormenta,” se dijo mientras observaba el horizonte infinito.
Cuando descendió, ya no era la misma mujer que había mirado con incertidumbre la montaña días atrás.
Su caminar era firme, su mirada clara, y una sonrisa serena se dibujaba en su rostro.
Elio la esperaba al pie de la montaña, su figura apenas una sombra contra el crepúsculo.
“Has regresado,” dijo, y aunque era una afirmación obvia, Alma supo que hablaba de algo más profundo.
“He regresado, pero no soy la misma. La montaña me ha cambiado,” respondió, el viento jugueteando con su cabello.
“La montaña no cambia a nadie, simplemente nos muestra lo que ya somos,” corrigió Elio con una sonrisa. Alma asintió, sabiendo que esa era la verdad más pura que había escuchado.
La vida en el valle retomó su curso, pero todo parecía diferente a través de los ojos de Alma.
Las flores se inclinaban a su paso, las aves cantaban su nombre y el río reflejaba una imagen que, por fin, llenaba su corazón de gozo: la de una mujer completa, que se amaba a sí misma y que estaba en paz con su reflejo.
Empezó a compartir su historia, a hablar con los demás habitantes del valle, jóvenes y ancianos, para quienes también había una montaña de los sueños por escalar.
Con sus palabras, Alma plantó semillas de confianza y amor propio en aquellos que la escuchaban.
La montaña, sabia y eterna, continuaba allí, inmutable en apariencia, pero su esencia vibraba con las historias de todos aquellos que se habían atrevido a conocerse a través del desafío de sus pendientes.
Y en el valle, los atardeceres se volvieron aún más dorados, porque la luz del sol no solo tocaba la tierra, sino que se reflejaba en los corazones de sus habitantes, cálidos y brillantes con la promesa de sueños por cumplir.
Moraleja del cuento La montaña de los sueños
Como la montaña frente a Alma, la vida nos presenta desafíos que parecen infranqueables.
Debemos recordar que el viaje para superarlos no es solo una ascensión física, sino un camino hacia el reconocimiento de nuestra propia valía y fuerza.
Amar y aceptarnos es el primer paso verdadero hacia cualquier cumbre que anhelemos alcanzar.
Abraham Cuentacuentos.
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