Cuento de «La princesa que encontró un tesoro escondido en su propio castillo»

Aprende cómo esta joven princesa inquieta que, explorando los rincones olvidados de su castillo, encuentra una biblioteca oculta, un diario misterioso y una verdad que cambiará su forma de ver el mundo. Cuento infantil original, ideal para niños y niñas de entre 7 y 12 años.

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Revisado y mejorado el 28/07/2025

Dibujo en acuarela de princesa sonriente con un cofre mágico frente a un castillo encantado – Cuento infantil con mensaje.

La princesa que encontró un tesoro escondido en su propio castillo

Dicen que en los castillos todo está a la vista.

Pero Elinora sabía que eso no era cierto.

Había rincones que no aparecían en los mapas, escaleras que no llevaban a ninguna parte… y puertas que, simplemente, no estaban ahí la última vez que pasaste.

Lo que no sabía —aún— era que el mayor de los secretos no estaba escondido detrás de una pared, sino mucho más cerca.

Y, ahora, te lo cuento…

Elinora no era una princesa cualquiera.

Mientras otros se desvivían por bailes y coronas, ella se perdía —literalmente— por los rincones del castillo de Valora.

Ese lugar gigantesco, lleno de escaleras que crujían y torres que arañaban el cielo, era su territorio de aventuras.

Tenía una melena castaña que le caía en ondas suaves, y unos ojos verdes que parecían saber más de lo que decían.

Pero lo más especial de Elinora no se veía a simple vista. Lo llevaba por dentro: una mezcla entre intuición, hambre de descubrir y un tipo de valentía que no hace ruido, pero mueve montañas.

El castillo, antiguo como el tiempo y fuerte como la piedra que lo sostenía, era también un guardián de secretos.

Aunque las fiestas llenaban los salones y los banquetes hacían temblar las mesas, Elinora prefería la calma.

Caminaba sola por los pasadizos olvidados, escuchando el viento contar historias viejas que nadie más parecía oír.

Una tarde cualquiera —de esas que comienzan sin prometer nada— Elinora tropezó con algo inusual: una puerta que no recordaba haber visto jamás.

Parecía tallada directamente en la pared, tan disimulada que cualquiera habría pasado de largo.

Pero ella no era cualquiera.

Empujó con cuidado la madera envejecida y, al otro lado, el polvo le dio la bienvenida a una biblioteca abandonada.

Estanterías hasta el techo, libros gastados, silencio denso.

Un lugar detenido en el tiempo.

—¿Cómo es que esto ha estado aquí todo este tiempo… y nadie lo sabía? —susurró Elinora, como si temiera romper el hechizo del momento.

El corazón le latía un poco más rápido, y no por miedo, sino por esa emoción dulce que nace cuando algo olvidado te elige a ti para ser descubierto.

Deslizó la mano por los lomos de los libros, uno a uno, con la delicadeza con la que se toca algo que lleva demasiado tiempo en silencio.

Como si, al acariciarlos, los invitara a despertar de un sueño muy largo.

Y entonces, lo vio.

Un libro distinto a todos los demás.

Más grande.

Más antiguo.

El cuero que lo cubría parecía haber vivido siglos.

Y en su superficie, pequeñas piedras engarzadas brillaban con una luz tenue, como si la esperaran solo a ella.

Al abrirlo, las páginas pasaron solas hasta llegar al centro.

Allí, una hoja en blanco.

Y en ese instante, el suelo tembló.

Como si el castillo respondiera a su presencia.

De una pared, surgió una escalera en espiral que descendía hacia lo desconocido.

Elinora respiró hondo.

No era miedo.

Era otra cosa: la certeza de estar justo donde debía estar.

Bajó sin prisa, contando cada peldaño como si marcara el ritmo de su corazón.

Al final, una gran puerta de roble cerraba el paso. Imponente.

Antigua.

Elinora, sin dudar, la empujó.

Al otro lado, una sala iluminada por antorchas.

En el centro, un cofre decorado con runas y gemas dormía esperando.

La princesa se acercó.

Levantó la tapa.

Y entonces, la luz.

Un resplandor dorado llenó la habitación.

Monedas, joyas, artefactos antiguos… pero lo que atrapó su atención fue algo mucho más sencillo: un diario.

Envoltorio de seda ajada, letras escritas a mano, tinta de otro tiempo.

Lo abrió. Y allí estaban: las voces de sus antepasados.

Relatos sobre el reino, pactos secretos, sabiduría guardada para el momento justo.

El momento había llegado.

Y era ella quien lo había provocado.

Durante los días siguientes, Elinora devoró aquel diario y los libros olvidados.

Aprendió de reyes y reinas que ya no estaban, de errores que nunca debían repetirse, de verdades que no cabían en los discursos de los salones.

Y cuando volvió a caminar por el castillo, ya no era la misma.

Era más.

Más consciente.

Más firme.

Más capaz.

Su gente lo notó.

El consejo también.

Su padre, el rey, la miraba con admiración silenciosa.

—Has cambiado —le dijo una mañana, al verla hablar con firmeza y dulzura ante los sabios del reino.

—He encontrado lo que me faltaba —respondió ella—. Valora no solo nos da abrigo con sus muros. Nos da raíces, historias, sentido.

Desde entonces, la princesa Elinora fue recordada no solo como una buscadora de secretos, sino como alguien que supo encontrar el mayor de todos en su propio hogar.

Un tesoro que no brillaba, pero iluminaba.

Y cada vez que alguien decía “ya está todo descubierto”, bastaba con mirar a Elinora para saber que eso nunca es verdad.

Esta ha sido la historia de la princesa que descubrió el tesoro que llevaba dentro (y no lo sabía).

Moraleja del cuento «La princesa que encontró un tesoro escondido en su propio castillo»

Hay tesoros que no tintinean, ni pesan en las manos, pero que transforman todo lo que tocan.

A veces, lo más valioso no se encuentra cavando la tierra, sino abriendo los ojos a lo que otros dejaron escrito, vivido o soñado.

Quien escucha al pasado con el corazón despierto, descubre que el verdadero legado no se hereda: se encuentra, se entiende… y se hace vivir otra vez.

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