Cuento: La trágica odisea la perra abandonada

Bella no ladró. No gimió. Se lanzó a los brazos de doña Claudia como si todo el dolor acumulado por años pudiera disiparse en un solo abrazo. Porque hay reencuentros que curan más que mil palabras. Disfruta esta historia ideal desde los 10 años hasta adultos.

👉 Haz clic y lee el cuento

⏳ Tiempo de lectura: 8 minutos

Revisado y mejorado el 18/05/2025

Dibujo en acuarela de una mujer con capa y bufanda caminando con un perro por unas vías de tren en un paisaje nevado, al amanecer, en estilo acuarela.

La trágica odisea la perra abandonada

En una ciudad cualquiera, donde las prisas tapan las penas y el gris parece comerse los colores, un amanecer helado estiraba su niebla por las calles como si quisiera esconder lo que nadie quería ver.

Acurrucada entre cartones húmedos, en un callejón sin nombre, Bella intentaba desaparecer.

Bella y el eco del abandono

Su cuerpo pequeño, cubierto de rizos sucios y cicatrices mal cerradas, temblaba con más miedo que frío.

Tenía los ojos color miel, de esos que no acusan, pero lo recuerdan todo.

Ojos que preguntaban sin hablar: “¿Por qué yo?”

Los coches aún no habían despertado, pero un sonido seco de pasos arrastrados rompió la quietud.

Bella se encogió aún más, olisqueando el aire cargado de humedad y hollín.

Desde la neblina emergió una silueta áspera.

Don Ernesto, abrigo raído, barba siempre a medio afeitar, arrastraba su mal humor como una cadena.

La ciudad le parecía demasiado blanda, la gente demasiado blanda… y los animales, una molestia.

—¡Fuera de aquí, alimaña! —rugió al verla, y su bota vieja dibujó en el aire una amenaza.

El golpe no fue certero, pero rozó el costado de Bella, lo suficiente para que su cuerpo saltara como un resorte y corriera sin mirar atrás.

La ciudad parecía inmensa cuando se huía. Cruzó avenidas, evitó ruedas, olió a gasolina, a pan caliente y a lluvia estancada.

Hasta que encontró refugio bajo unos arbustos en un parque.

Allí, la mañana ya se estiraba, y un niño de cabellos dorados y mochila escolar se acercó.

Lucas, con la cara manchada de curiosidad, la vio entre las ramas.

—¿Te has perdido? —preguntó en voz baja, como si no quisiera asustarla.

Bella no respondió.

No podía.

Pero sus orejas se movieron al ritmo de aquella voz.

Cuando el niño le ofreció la mano, no huyó.

Solo la miró.

Y ese segundo fue un puente.

Lucas rió, feliz, cuando la perra dio un tímido rodeo y le lamió los dedos.

En ese instante, los dos eran simplemente eso: un niño y un perro.

Sin pasado, sin etiquetas.

Pero un grito rompió el momento.

—¡Lucas! ¡Apártate de ese animal! —la madre del niño se acercó a paso firme y lo apartó con brusquedad—. Podría tener sarna… o algo peor.

Bella bajó la cabeza.

Ya conocía ese tono.

Volvió a huir, sin ladrar, sin mirar atrás.

Otra vez sola.

Pasó horas vagando.

El pavimento le quemaba las patas.

El mundo parecía una galería de puertas cerradas.

Hasta que, en una calle estrecha y sin glamour, una ventana abierta dejaba escapar olores cálidos: caldo, pan, plantas. Y una voz.

—Ven, criatura. No haré daño.

Doña Claudia, anciana de pelo blanco recogido en moño y ojos hundidos por el tiempo, hablaba con una ternura que no fingía.

Su apartamento era un rincón lleno de cojines, mantas desparejadas y maullidos.

Bella la observó desde la acera. Dudó.

—No pasa nada —repitió la mujer, agachándose con lentitud y tendiéndole una mano temblorosa—. A mí también me dejaron sola una vez.

Bella cruzó el umbral.

Y en ese instante, supo que algo había cambiado.

El rastro de una promesa

Los días en casa de doña Claudia eran distintos.

El tiempo allí no corría: se enredaba entre las patas de los gatos, dormía en los rincones y olía a romero y pan tostado.

Bella, al principio, dormía encogida en una esquina, como si esperara una voz que la expulsara.

Pero cada día, la voz de la anciana era solo una: suave, amorosa, paciente.

Dibujo en acuarelas de una anciana sonriente extendiendo la mano hacia una perra marrón sentada en un jardín frente a una casa amarilla, en estilo acuarela.

Las heridas físicas fueron cerrando.

Las otras tardaron más.

Bella aún se sobresaltaba con portazos o gritos en la televisión.

Pero Claudia sabía leer silencios, y con caricias y canciones que nadie más escuchaba, tejía una confianza que se quedaría para siempre.

Hasta que un día, la puerta se quedó entreabierta.

El vecindario estaba más vivo que nunca: niños, puestos de frutas, motos, voces.

Bella olió el mundo nuevo y salió.

No muy lejos.

Pero lo suficiente.

Un coche del servicio de control animal se detuvo sin aviso.

La red cayó con rapidez. Bella no ladró, ni mordió. Solo gimió. En sus ojos no había furia, solo desconsuelo.

Otra jaula.

Otro abandono.

En el refugio, la luz era blanca, el aire olía a desinfectante y el silencio era tenso.

Otros perros ladraban, algunos temblaban.

Bella no hacía nada.

Solo miraba la puerta.

Doña Claudia, al notar su ausencia, empapeló farolas, preguntó a vecinos, lloró en la radio local.

Su voz se quebraba al decir el nombre de Bella.

Y fue ahí, entre cajas de pienso y horarios apretados, donde Marcos, un joven voluntario de mirada despierta y manos cuidadosas, la vio.

No fue el aspecto de Bella lo que le llamó la atención.

Fue su quietud.

Su forma de mirar, como si ya lo hubiese vivido todo.

—Tú no deberías estar aquí —dijo al abrir la jaula—. Hay tristeza en ti, sí… pero también hay esperanza.

Marcos la integró en un programa especial para animales rescatados.

Paciencia, paseos lentos, caricias sin prisas.

Allí, Bella conoció a otros como ella: galgos con patas rotas, gatos con un ojo, conejos olvidados en cajas.

El lugar era una ruina con alma.

Y entre todos, reconstruían lo que los humanos habían roto.

Pasaron semanas. Bella, que antes no comía si alguien la miraba, empezó a aceptar la compañía.

Incluso se dejaba bañar sin temblar.

Una tarde cualquiera, Marcos encendió la televisión mientras limpiaba jaulas.

En la pantalla, una mujer mayor sostenía una foto.

Hablaba con voz entrecortada.

—Se llama Bella. Me salvó la vida sin saberlo. Si alguien la ha visto… por favor, devuélvanmela.

Marcos no dudó.

Revisó papeles, rastreó fechas, y esa misma noche, acariciando a Bella, le susurró:

—Vamos a casa.

Cuando las cicatrices florecen

La furgoneta de Marcos se detuvo frente al portal de doña Claudia al amanecer.

Las luces aún dormían. Bella, asomada entre los asientos, reconoció algo antes de ver.

Lo olió.

Ese rastro leve a sopa, colonia antigua y papel de periódico.

Su cuerpo se tensó.

Luego, su cola se agitó como si una primavera interior hubiese estallado.

Claudia abrió la puerta despacio.

Llevaba la bata torcida y los ojos húmedos de tantas noches sin sueño.

—¿Bella…?

El animal corrió sin dudar.

No ladró. No gimió.

Se le lanzó encima y se derramó sobre ella como si nunca la hubiese dejado.

La anciana cayó de rodillas, sin importarle el frío del suelo ni los vecinos que salían a ver qué pasaba.

La abrazó, la besó, y en un hilo de voz, repitió:

—Perdón por no encontrarte antes… perdón, mi niña…

Marcos, apoyado contra la puerta, sonreía con un nudo en la garganta.

Sabía que su trabajo no era rescatar animales, sino reescribir finales.

La historia del reencuentro se difundió por redes, radios locales, escuelas.

No como un espectáculo, sino como una llamada.

Lucas, el niño del parque, escuchó la historia por la radio.

Miró a su madre sin decir nada.

Ella bajó la mirada.

Unos días después, acudieron juntos a visitar a Claudia con una cesta de galletas para humanos… y otra para perros.

Lucas acarició a Bella sin miedo.

Su madre se quedó quieta al principio, pero luego se agachó también.

No dijo nada, pero dejó que Bella la oliera. Y eso bastó.

Don Ernesto, por su parte, había seguido todo desde su rincón de siempre.

Al ver cómo los vecinos hablaban con cariño de la perra “que había vuelto a casa”, algo se agitó dentro de él.

No cambió de golpe.

Pero empezó a dejar cuencos con agua junto a su verja.

Luego compró pienso.

Luego, un refugio de madera.

El primer gato que durmió allí lo hizo bajo su vigilancia… y con su consentimiento.

Bella envejeció tranquila.

Cada paseo era una ceremonia, cada niño que la saludaba, un bálsamo.

El barrio entero la conocía.

La llamaban “la perra que enseñó a sentir”.

Cuando murió, muchos lloraron.

Doña Claudia plantó un limonero en su honor.

Dicen que, desde entonces, las flores de ese árbol huelen distinto: como a hogar.

Moraleja del cuento «La trágica odisea la perra abandonada Bella»

El abandono deja cicatrices, pero el amor verdadero tiene la rara capacidad de convertirlas en raíces.

Nadie debería necesitar tanto dolor para ser visto.

Los animales no son cosas.

Son espejos de nuestra humanidad.

Pero la travesía de Bella nos enseña una verdad inmutable: toda criatura merece respeto y compasión.

Y cómo, a través de la empatía y el amor, podemos transformar incluso las situaciones más sombrías en sendas de luz y redención.

Nunca subestimes la capacidad de cambio un corazón herido en busca de un refugio cálido y seguro.

Abraham Cuentacuentos.

Más cuentos de animales para ti

5/5 – (4 votos)
📖 Aquí tienes mucho más para disfrutar de los cuentos ⬇️

Espero que estés disfrutando de mis cuentos.