La travesía de la joven huérfana y el dragón que concedía deseos
Un pueblo.
Frío.
En las casas, olor a sopa caliente y a silencio donde las historias se contaban en voz baja, como si el viento tuviera oídos.
Allí empezó todo, una noche cualquiera, cuando una niña decidió seguir la curiosidad más allá del miedo.
Te cuento lo que pasó.
Clara tenía nueve años y las manos siempre olían a lana y a invierno.
Vivía con doña Elisa, la tejedora del pueblo.
Una mujer de cejas firmes, voz suave y paciencia de hilo fino.
Pasaban los días entre ovillos, agujas y silencios compartidos.
Tejían bufandas tan cálidas que parecían guardar dentro el aliento de un hogar.
Pero a veces, mientras el telar sonaba y el fuego chispeaba, Clara se quedaba mirando por la ventana.
Las montañas, allá al fondo, le parecían una pregunta sin respuesta.
No quería huir.
Quería entender.
Aquella noche, el viento soplaba con tanta fuerza que el mundo parecía respirar.
Y en el alféizar apareció una luz azul, pequeña y temblorosa.
No era una luciérnaga.
Ni una estrella caída.
Era un hada cansada de volar.
Le contó a Clara que más allá de los montes vivía un dragón.
Un dragón que concedía un solo deseo a quien llegara hasta él sin mentirse.
Clara no dijo nada.
Guardó un pedazo de pan, una manta y su dedal preferido.
Doña Elisa solo le acarició el pelo y murmuró: —Vuelve cuando sepas qué estás buscando.
El camino no fue de cuentos, fue de verdad.
Hubo barro, frío y noches que pesaban.
A veces el miedo hacía más ruido que los grillos.
Aun así, Clara siguió andando.
Ayudó a un lobo que tenía una espina clavada en la pata.
El animal no habló, pero antes de desaparecer le dejó una mirada que decía “entiendo”.
Después conoció a un duende que le regaló un amuleto tejido con cuerda y aire.
“Por si acaso”, dijo.
Y desapareció entre los árboles.
Días después, el sendero se abrió hacia un valle de lagos tan claros que el cielo se reflejaba dos veces.
Allí lo vio: el dragón.
No era como en los libros.
Su cuerpo parecía hecho de años y sus ojos, de amanecer.
—¿Qué vienes a pedirme? —preguntó con voz de trueno manso.
Clara pensó largo.
Podía pedir riquezas, alas, respuestas.
Pero solo dijo: —Quiero sentirme en casa.
El dragón asintió despacio.
—Entonces baja a las cuevas. Busca la gema del eco. Cuando escuches tu voz, sabrás quién eres.
Dentro, la oscuridad tenía sonido.
Clara oyó su miedo.
Luego su risa.
Y después, algo más profundo: su voz diciendo su nombre como si lo abrazara por dentro.
El amuleto brilló un instante.
El viento sopló, suave, y la empujó hacia fuera.
El dragón la esperaba.
—Ya lo tienes —dijo, con una sonrisa que olía a despedida.
Clara volvió al pueblo.
Doña Elisa la esperaba con pan recién hecho y un ovillo nuevo.
Nada parecía distinto, pero todo lo era.
El hilo, el fuego, su respiración… todo tenía sentido.
Entendió que el hogar no está en los muros, sino en la calma de reconocerse.
Pasaron los años.
Clara siguió viajando.
De cada lugar traía una historia y una bufanda para quien la necesitara.
A veces, al oír el viento, juraba reconocer una respiración antigua.
Quizá del dragón.
O quizá de la niña que, una vez, se atrevió a cruzar las montañas.
Moraleja del cuento «La travesía de la joven huérfana y el dragón que concedía deseos»
A veces buscamos lejos lo que siempre estuvo dentro.
El verdadero deseo no es tener, sino comprender quién somos y tejer, con lo aprendido, el calor de nuestro propio hogar.
Abraham Cuentacuentos.

















