La villa de los abetos y el secreto del hechicero del invierno eterno
Una vez, en medio de un vasto y nevado valle, se encontraba la villa de los abetos. Esta pequeña aldea, oculta entre colinas y coronada por árboles imponentes, era conocida por sus inviernos eternos y deslumbrantes. Martín, un joven carpintero de ojos grises y cabello castaño, trabajaba incansablemente en su taller, creando muebles que contaban historias de antaño.
Un día, cuando la luna llena iluminaba el brillante paisaje nevado, Aurora, la hija del alcalde y de maravillosa tez nívea, irrumpió en el taller de Martín. «¡Martín, tienes que ayudarte! Algo extraño está pasando en el bosque,» exclamó con preocupación en sus esmeraldinos ojos.
«¿Qué sucede, Aurora?» preguntó Martín, dejando a un lado una talla de madera.
«Escuché a mi padre hablando anoche. Encontraron huellas inusuales junto al río congelado. ¡Dicen que es obra del hechicero del invierno eterno!» Aurora apenas podía contener su voz, temblando de inquietud.
Martín, cuya curiosidad era tan vasta como el cielo invernal, decidió ir al bosque. Reunió a algunos amigos, entre ellos el valiente Santiago y la siempre alegre Marisol. Armados con linternas y capas gruesas, partieron hacia el bosque envuelto en un silencio sepulcral.
Al adentrarse, observaron figuras que danzaban misteriosas entre las sombras. Tous los corazones latían al unísono, resonando con el crujir de la nieve. De repente, escucharon un murmullo. «Bienvenidos a mi dominio,» dijo una voz profunda y etérea. Era el hechicero del invierno eterno, Rodrigo, un hombre de barba blanca y piel pálida, sus ojos reflejaban el frío inquebrantable.
«¿Quién eres y qué quieres de nuestra villa?» gritó Santiago, con firmeza en su voz.
El hechicero les contó una historia antigua de amor y traición. «Hace siglos, amé a una mujer de la villa. Sin embargo, un día, ella me dejó por otro, y desde entonces, he creado este invierno eterno como muestra de mi dolor. Ahora, solo quiero paz.»
Aurora, que había seguido al grupo en silencio, dio un paso adelante. «Rodrigo, no mereces este sufrimiento eterno. Libéranos de este hechizo y deja que la primavera toque nuestro hogar.»
Impulsado por la compasión en la voz de Aurora, Rodrigo aceptó. Con un movimiento de su mano, hizo desaparecer el hielo y la nieve. Al instante, la temperatura comenzó a subir, y el bosque recuperó su verde esplendor. La villa de los abetos despertaba de un letargo eterno.
«Gracias, Aurora,» dijo Martín, tomando su mano.
«Lo hicimos juntos,» respondió ella con una sonrisa cálida.
Rodrigo, ahora libre de su tristeza, se desvaneció en una bruma, dejando una lección inolvidable a los habitantes de la villa. Desde ese día, inviernos fueron solamente una estación más, y nunca volvieron a ser eternos.
Moraleja del cuento «La villa de los abetos y el secreto del hechicero del invierno eterno»
El verdadero perdón y la compasión son capaces de derritir hasta el más frío de los corazones, trayendo consigo la primavera de la reconciliación y la paz.