Los duendes perdidos de Santa
En la vasta inmensidad del Polo Norte, donde la nieve perpetua dibuja paisajes de un blanco inmaculado, se levantaba majestuosa la factoría de Santa Claus.
Entre la algarabía de los duendes que danzaban entre juguetes y cartas, emergía la figura regordeta de Santa, cuya barba blanca rivalizaba con el algodón de los ventisqueros cercanos.
La Navidad estaba al caer, y con ella, un frenesí de últimos retoques.
Dos duendes, Firmino y Garcilaso, dotados de capas verdes y gorros que parecían florecer sobre sus cabezas, recibieron una misión especial: debían encontrar el último saco de sueños dorados, sin el cual la magia de la Navidad no podría completarse.
«Firmino, ¿crees que podremos hallar ese saco a tiempo?» preguntó Garcilaso con un hilo de voz, escondiendo sus manos en los bolsillos del delantal, que le colgaba por encima de la cintura.
«¡Claro que sí, amigo mío! Tenemos que creer en la magia que nos rodea,» replicó Firmino con entusiasmo, sus ojos brillaban con la determinación de quien ha visto y ha creído en incontables milagros navideños.
El viaje los llevó a través de bosques de abetos y montañas con los picos adormecidos bajo mantas de nieve.
Entre tanto, en la aldea, Santa se percató de la ausencia de sus queridos ayudantes.
La preocupación se esculpía bajo sus cejas pobladas, mientras pulía minuciosamente las riendas del trineo.
Los duendes, dedicados y temerarios, se cruzaron con un lince de ojos como carbones relucientes, un reno cuyas astas tocaban el cielo, e incluso con una anciana de rostro arrugado como un mapa de innumerables historias.
Todos les ofrecieron su sabiduría, pero ninguna pista sobre el saco perdido.
Fue entonces que Garcilaso cayó en la cuenta. «¡Firmino, recuerdas la leyenda del Árbol del Susurro? Dicen que al pie de su tronco, los sueños aguardan a quienes buscan con el corazón puro,» exclamó con un ápice de esperanza.
Cuando las estrellas comenzaron a tejer destellos en la bóveda nocturna, los pequeños duendes encontraron, cobijado por el Árbol del Susurro, el anhelado saco.
Un aura dorada y suave los envolvió; era la esencia de los sueños de niños de todo el mundo, esperando convertirse en realidad.
Con el saco a cuestas, Firmino y Garcilaso retornaron a la aldea al amanecer.
Santa los recibió con lágrimas heladas, deslizándose por sus mejillas rechonchas.
Ese año, la Navidad brilló con especial esplendor, gracias a la valentía y el corazón puro de aquellos duendes perdidos, y encontrados, en la magia de la creencia.
Moraleja del cuento Los Duendes Perdidos de Santa
En la odisea de la vida, a veces nos sentimos perdidos, pero es en la pureza de nuestras intenciones y la tenacidad de nuestro espíritu aventurero donde yace la verdadera magia que nos conduce hacia nuestros más preciados sueños.
No dejemos que el fulgor de la esperanza se extinga, pues hasta el trayecto más tortuoso puede desembocar en un final lleno de luz.
Abraham Cuentacuentos.