Paseos nocturnos
La suave brisa nocturna acariciaba las hojas de los árboles, susurrando canciones antiguas de calma y misterio.
Era el tipo de noche que invitaba al alma a perderse en pensamientos y reflexiones, permitiendo abandonar las pesadas cargas del día a día.
En la pequeña aldea de Los Alisos, estos vientos eran el preludio de historias y leyendas que los lugareños compartían con reverencia y un toque de orgullo.
En el corazón de aquel pueblo vivía Elena, una joven hilandera de cabellos como hebras de oro y ojos azules que reflejaban la profundidad del cielo nocturno.
Su presencia parecía traer una serenidad inusual a aquellos que la rodeaban, como si cada palabra y cada gesto fuesen capaces de calmar el espíritu más inquieto.
Una tarde, mientras el sol comenzaba su retirada, pintando de tonos rosados y naranjas el horizonte, Elena decidió tomar uno de sus habituales paseos.
«Es en el silencio de la naturaleza donde uno encuentra las respuestas», solía decir su abuela, una mujer sabia y de mirada bondadosa que le había enseñado a amar la tranquilidad de la noche.
Sus pasos la llevaron hacia el bosque que bordeaba el pueblo, un lugar lleno de vida silente y armonía.
Con cada paso, sentía cómo el peso de sus preocupaciones se iba disolviendo entre las sombras amigables y el suave crujir de las hojas bajo sus pies.
A lo lejos, una figura emergió bajo el manto estrellado.
Era Tomás, un joven pastor que conocía cada rincón de aquellos senderos, cuyos ojos castaños tenían la calidez de la madera curtida y cuya sonrisa siempre estaba presta a desbordarse en amabilidad.
«Buenas noches, Elena,» saludó Tomás con una voz que era el reflejo de una tranquilidad que solo la naturaleza podía otorgar. «¿Te acompaño en tu caminata?»
«Me encantaría,» respondió ella con una sonrisa, agradeciendo su compañía. Juntos, emprendieron el camino por la senda, compartiendo historias de su día a día y risas que parecían nacer de un lugar de pura felicidad.
El diálogo entre ambos fluía con la naturalidad del agua en un arroyo, cada anécdota y observación tejían una atmósfera de camaradería y comprensión profunda.
Mientras caminaban, observaron cómo los animales del bosque llevaban a cabo sus propias vidas, ajeno a las complejidades humanas.
Una lechuza pasó volando por encima de ellos, sus alas desplegadas como abanicos que cortaban el aire con precisión e indiferencia.
«Mira,» susurró Elena señalando hacia un claro donde una familia de ciervos se había congregado. «Hay una belleza inigualable en la naturaleza cuando se piensa que, sin importar lo que pase en nuestras vidas, ellos continúan con las suyas, intocados y eternos.»
Tomás asintió, dejando escapar una suave exclamación de admiración. «Tienes razón. A veces, nos preocupamos tanto por lo efímero y olvidamos la constancia que nos rodea.»
Llegaron a un pequeño claro iluminado por la luz de la luna que, casi llena, parecía observarlos con curiosidad maternal.
Decidieron descansar un momento y, como tomados por un hechizo, se acostaron sobre el manto de hierba, mirando las estrellas.
«Sabes, Elena,» empezó Tomás tras un cómodo silencio, «cada estrella allí arriba tiene su propia historia, su propio camino. A veces, desearía poder entenderlas todas.» Su voz era suave, casi un murmullo en la vastedad de la noche.
Elena sonrió. «Quizás no necesitemos entenderlo todo. Tal vez sea suficiente con saber que formamos parte de este magnífico tapiz y disfrutar de la maravilla que es existir.»
El tiempo pareció detenerse mientras permanecían en silencio, escuchando el latido suave del mundo a su alrededor.
La noche les enseñaba que había ritmos y melodías en la vida que solo podían apreciarse en la quietud.
Cuando el fresco de la noche comenzó a calarse en sus huesos, decidieron regresar al pueblo, donde las luces de las velas comenzaban a parpadear en las ventanas, como luciérnagas atrapadas en jaulas de vidrio y madera.
Al llegar a la bifurcación donde sus caminos se separaban, Tomás tomó la mano de Elena y la miró a los ojos. «Gracias por esta noche, por compartir este paseo conmigo. Ha sido… revelador.»
«No hay de qué agradecer, Tomás. Estoy feliz de haber tenido tu compañía,» respondió Elena con dulzura. «Las noches como estas son las que permanecen en el corazón para siempre.»
Se despidieron con un abrazo, cada uno llevando consigo la certeza de que aquella noche había forjado una amistad digna de los cuentos que se narran al calor del hogar.
Elena entró a su casa, donde la espera un ambiente cálido y acogedor.
La paz del bosque parecía haberla seguido, llenando cada rincón con su presencia etérea y apacible.
Se retiró a su habitación, donde las sombras danzaban suaves en las paredes y el colchón le recibió como el abrazo cálido de un viejo amigo.
Sus párpados comenzaron a pesar, las imágenes del paseo nocturno se mezclaban con los hilos del sueño.
En la serenidad de su lecho, Elena susurró una oración de gratitud a las estrellas, esos faros distantes que habían guiado sus pasos y ahora velaban su descanso.
Con un suspiro de contento, se dejó llevar por el abrazo del sueño.
Y mientras la noche tejía su manto alrededor del mundo, una voz susurraba en el viento, una voz que contaba una historia de encuentros fortuitos, de paseos bajo estrellas y amistades nacidas de la serenidad compartida.
La aldea de Los Alisos dormía tranquila, sus habitantes abrazados por sueños dulces y reparadores, sin saber que eran los protagonistas de un cuento que la noche relataba con cariño, un cuento de paseos nocturnos que sanaban el alma.
Moraleja del cuento Paseos nocturnos
Y así, mientras el despuntar del alba teñía de rosa y oro el lienzo de la noche, el soplo del viento traía una enseñanza sutil a quienes estuviesen dispuestos a escuchar:
En la simplicidad de un paseo, en la compañía de un alma afín y en la belleza de la naturaleza, encontramos la esencia de una vida plena.
Que no por ser sencilla, deja de ser extraordinaria.
Abraham Cuentacuentos.