Pasos en el corredor y eco de pasos que resuenan en una casa vacía
La noche caía pesada sobre el pequeño pueblo de Valdeverdejo, donde apenas una veintena de almas residían, enclaustradas entre montañas sombrías y bosques susurrantes. Sus casas, dispuestas en un amasijo de calles de adoquines gastados, se apiñaban como si buscaran protegerse de los secretos que la naturaleza circundante guardaba.
En la última casa del callejón del Olvido, residía Diego, un joven heredero de una propiedad que decían estaba maldita. Rodeada de jardines abandonados y muros que ocultaban más que meros recuerdos, la estructura se erguía desafiante y solitaria. Diego, con su pelo oscuro siempre desordenado y una mirada intensa que delataba su naturaleza curiosa, había decidido aquella noche descubrir qué ocultaban las sombras de su nuevo hogar.
El reloj acababa de marcar las doce, y un eco de pasos resonó en el corredor. Diego no estaba solo. «¿Hay alguien ahí?», preguntó, con la voz que la incertidumbre hacía temblar ligeramente. Solo el silencio contestó, un silencio demasiado denso, que parecía escuchar. Decidió avanzar, desafiando al miedo que reptaba por su espina dorsal.
Sus pasos lo guiaron hacia la biblioteca, donde los libros parecían murmurar historias olvidadas. De pronto, un aire frío lo acarició, y una sombra cruzó frente a sus ojos. «¿Quién anda ahí?», repitió, intentando que su voz sonara firme. Un susurro se escurrió entre las estanterías, seguido de una risa tenue y distante. Diego sintió un escalofrío, pero su curiosidad era mayor que su temor.
En ese momento, las velas se apagaron y la oscuridad lo envolvió. A tientas, buscó un fósforo y encendió una vela. El tenue resplandor iluminó el rostro pálido de una mujer, hermosa y triste, que flotaba en el aire. «Soy Carmela», dijo con una voz que era como un hilo de viento. «Esta casa guarda mi desdicha.»
Diego, aunque impactado, sentía una empatía inmediata hacia esa aparición. «Dime, ¿cómo puedo ayudarte?», preguntó. La conversación con Carmela reveló una historia de amor y traición, de un marido celoso que la había confinado a la soledad perpetua en aquellas paredes por un crimen que no cometió. Su lamentable fin había sido en la misma biblioteca donde ahora se encontraban.
Ella le pidió a Diego que encontrara su diario, oculto en un rincón secreto de la habitación. Él, movido por un deseo de justicia y comprensión, aceptó. Después de varios minutos de búsqueda frenética, sus dedos encontraron un panel que cedía. Allí estaba el diario, cubierto de polvo y tristeza.
Con cada página que leía, Diego descubría más sobre la vida de Carmela, su amor por las pequeñas cosas de la vida, su devoción por su esposo y, finalmente, las confusiones y malentendidos que condujeron a su infausto destino. Al llegar al final, un certificado de inocencia cayó del diario, perdido durante años entre sus páginas. Carmela había sido absuelta, pero la noticia nunca llegó a ver la luz.
Al mostrarle a Carmela el documento, algo mágico sucedió. La habitación se llenó de una luz cálida y la figura de la mujer comenzó a llenarse de color y vida. «Gracias, Diego», susurró, ahora con una voz llena de vida. «Has roto la maldición que me ataba a este lugar. Ahora, finalmente, puedo descansar.»
Ante sus ojos, Carmela se desvaneció, dejando una estela de destellos dorados que flotaron hacia el cielo nocturno. Diego se quedó contemplando la extraña belleza del momento, sintiendo un alivio profundo y un sentido de propósito cumplido.
Los días siguientes, el pueblo de Valdeverdejo fue testigo de una transformación. La casa de Diego, antes fuente de murmullos y temores, se convirtió en un lugar lleno de vida; sus jardines florecieron y las risas llenaron los corredores. Se contaba, en susurros, cómo la valentía de un hombre había salvado el alma de una mujer atrapada entre dos mundos. Diego, por su parte, encontró en la escritura y la justicia su nueva pasión.
Una noche, mientras escribía bajo el fulgor de una luna llena, escuchó un agradecido murmullo que le era ya familiar. Miró hacia arriba, a través de la ventana, y en el cielo estrellado, le pareció ver un parpadeo de luces; era Carmela, que desde algún lugar lejano y apacible, le mandaba una última señal de despedida.
Moraleja del cuento «Pasos en el corredor y eco de pasos que resuenan en una casa vacía»
En la vida, como en las casas antiguas, a menudo nos encontramos con ecos de pasos que resuenan, provenientes de historias no concluidas que aguardan ser descubiertas y comprendidas. El valor de enfrentar nuestros temores puede no solo liberar a los espíritus del pasado, sino también llenar nuestros propios días de luz y propósito.