El Reino de las Estaciones: La búsqueda de la corona perdida
Hay puertas que no se abren con llaves. Se abren con curiosidad.
Eso lo descubrieron Esteban, Marta y Lucas un sábado cualquiera de octubre.
Uno de esos días en los que el cielo huele a chimenea, las hojas bailan con descaro en las aceras y el viento te empuja suave, como si te invitara a seguirle.
Ese día, el otoño no solo había llegado…
Había despertado algo.
Los tres amigos vivían en un pueblo pequeño, abrazado por bosques que en otoño se vestían de fuego: ocres, rojos, amarillos intensos.
Marta tenía una libreta siempre a mano porque no confiaba en su memoria, Esteban escuchaba música hasta para barrer el porche, y Lucas, bueno… Lucas creía en todo lo que los demás ya habían dejado de creer.
Salieron a pasear como otras veces, sin plan, sin mapa, con los abrigos medio cerrados y las botas llenas de ganas de pisar hojas crujientes.
Y entonces la vieron.
Una puerta.
De madera vieja, clavada entre dos árboles que nadie recordaba haber visto.
No tenía pomo, ni cerradura.
Solo una inscripción tallada a mano que decía:
«Todo cambia, y eso también es magia».
Marta la miró con los ojos entrecerrados.
Esteban puso pausa a su playlist.
Lucas no dijo nada.
Solo empujó.
La puerta cedió.
Y al otro lado, nada era igual.
Nada más cruzar la puerta, el aire cambió.
Era más dorado.
Más vivo.
Como si cada hoja tuviera algo que decir.
Un bosque inmenso se abría ante ellos, lleno de árboles con ramas que susurraban y caminos cubiertos de hojas que se movían al compás del viento.
El otoño allí no era una estación.
Era un latido.
—Bienvenidos —dijo una voz suave.
Una figura salió de entre los árboles. Pequeña, brillante, con alas de luz: un hada.
—Me llamo Aurora. Estáis en el Reino de las Estaciones. Y os necesito.
Les explicó que la Reina del Otoño había perdido su corona.
Sin ella, los colores se apagaban y el equilibrio entre estaciones comenzaba a romperse.
Marta tragó saliva.
Esteban asintió sin decir nada.
Y Lucas, como siempre, fue el primero en dar un paso al frente.
—Vamos a encontrarla —dijo.
Y se pusieron en marcha.
Pasaron por montes cubiertos de hojas secas, cruzaron ríos que brillaban como espejos y hablaron con criaturas que solo existen donde la imaginación aún tiene permiso para vivir.
Un zorro de humo les mostró un atajo.
Un molino les ofreció refugio.
Y bajo un roble enorme, el árbol sabio les dijo:
—El otoño no solo cae. Enseña. Aprende a soltar lo que ya no sirve… y todo lo nuevo tendrá por dónde entrar.
Los tres lo guardaron en silencio, como quien guarda una carta sin abrir.
La encontraron al caer la tarde.
En un claro silencioso, entre flores de tonos cobrizos y una brisa que parecía contener la respiración.
Allí estaba: La corona de la Reina del Otoño, medio oculta bajo un manto de hojas secas, como si la propia estación la hubiese querido proteger.
Esteban la recogió con cuidado.
Marta la sostuvo como si sostuviera una historia.
Y Lucas sonrió, sin decir palabra. Otra vez.
Aurora apareció de nuevo, esta vez acompañada por la Reina.
—Habéis devuelto el equilibrio. Y por eso, tenéis derecho a un deseo —dijo la Reina, con voz de viento suave.
Esteban pidió música.
Marta, palabras.
Lucas… volar.
Y como todo lo verdadero, no hubo destellos, ni explosiones, ni fuegos artificiales.
Solo un silencio lleno de certeza.
Volvieron al pueblo por donde habían venido.
La puerta seguía allí.
Y cuando se cerró tras ellos, supieron que algo había cambiado.
Esteban empezó a tocar melodías que hacían entrar en calor.
Marta escribió su primer cuento de otoño y ya no paró.
Y Lucas, bueno… nadie supo nunca cómo lo hizo, pero construyó un parque de atracciones flotante. En serio.
Desde entonces, cada vez que las hojas empiezan a caer, alguien en el pueblo recuerda aquel otoño en el que todo cambió.
Y aunque nadie lo dice en voz alta…
Todos miran, por si acaso, si esa puerta ha vuelto a aparecer.
Moraleja sobre el cuento «El Reino de las Estaciones: La búsqueda de la corona perdida»
A veces, perder algo es la forma que tiene la vida de enseñarnos a soltar.
Porque solo cuando dejamos espacio… puede entrar lo nuevo.
Y en ese espacio, a veces, caben también la música, los sueños… y hasta el deseo de volar.
Abraham Cuentacuentos.















