Riquete el del copete

Riquete el del copete

En un reino antiguo, donde los ríos susurraban secretos y los bosques albergaban misterios sin fin, vivía la princesa Isabela. Isabela tenía una belleza tan etérea que cada amanecer parecía haberse pintado a su imagen y semejanza. Su cabello dorado brillaba como los primeros rayos del sol, y sus ojos, del color del cielo en verano, se perdían en la lejanía con una melancolía que a todos desconcertaba.

Aun así, a pesar de su belleza arrebatadora, Isabela sentía que algo faltaba en su vida. Aunque los salones del castillo se llenaban de risas y melodías, ella encontraba consuelo solo en sus lecturas y en la compañía de su hermana menor, la princesa Beatriz, una niña vivaz de cabellos rizados y mirada pícara.

Una tarde cálida, mientras paseaban por el bosque encantado, Isabela y Beatriz encontraron un claro donde las hadas danzaban al compás de una música que parecía venir del mismo aire. La reina de las hadas, Eréndira, una criatura de una belleza sin igual, flotaba sobre una nube de polvo brillante. Isabela se arrodilló ante ella con una mezcla de asombro y reverencia.

Eréndira les sonrió y, con una voz dulce como el canto de los pájaros al amanecer, les dijo:
– Princesas, bienvenidas a mi reino. Hoy ha llegado el día en que vuestros destinos se entrecruzarán con el de un ser muy especial.

Curiosas y ansiosas, las hermanas intercambiaron una mirada. Eréndira extendió sus manos y, con un gesto delicado, invocó una visión en el aire. Un joven de apariencia peculiar apareció ante ellas. Tenía una nariz curva y unas orejas puntiagudas que asomaban entre su cabello. A pesar de su aspecto inusual, había algo en su mirada que irradiaba nobleza.

– Él es Riquete el del Copete – explico Eréndira -. Un príncipe de un reino lejano que guarda un gran secreto. Su inteligencia es tan vasta que compensa lo que otros consideran una falta de belleza.

Durante días, las princesas no pudieron dejar de pensar en aquel joven. La naturaleza misteriosa de Riquete y las palabras de Eréndira encendieron una llama de curiosidad en el corazón de Isabela. Con el consentimiento de su padre, el rey Gonzalo, partió con su séquito en busca del extraño príncipe.

El viaje fue largo y erizado de obstáculos. Los caballos trotaban a través de senderos ocultos y cruzaban ríos escondidos bajo la niebla. A medida que avanzaban, Isabela sentía como si cada paso la acercara a un destino ineludible. Beatriz, siempre con su espíritu intrépido, la acompañaba, inquieta por la aventura que les esperaba.

Al cabo de varios días, llegaron al reino de Riquete. Era un lugar repleto de maravillas, donde los árboles cantaban y el aire estaba lleno del suave susurro de las hadas. El palacio de Riquete era modesto comparado con los majestuosos castillos que Isabela conocía, pero su interior estaba adornado con incontables libros y artefactos mágicos.

Riquete las recibió en persona. Su apariencia no había cambiado, pero su porte confiado y su elocuencia cautivaron a las princesas. Durante largas horas, intercambiaron historias y conocimientos. Isabela no tardó en descubrir una mente brillante y un corazón tierno bajo aquel exterior poco convencional.

Una noche, mientras paseaban por los jardines iluminados por luz de luciérnagas, Riquete confesó a Isabela:
– Querida princesa, siempre he sabido que mi apariencia no es del agrado de todos. Sin embargo, mi amor por ti ha florecido desde la primera vez que te vi en la visión de Eréndira. Sé que es mucho pedir, pero, ¿me darías una oportunidad de ganarme tu afecto?

Isabela dudó por un instante, pero la sinceridad en los ojos de Riquete la conmovió. Lentamente, asintió y con una sonrisa respondió:
– Tu bondad y sabiduría han tocado mi alma más profundamente que cualquier belleza superficial. Acepto conocerte mejor, Riquete.

Los días pasaron y la relación entre los dos se fortaleció. Isabela descubrió que la compañía de Riquete era un bálsamo para su espíritu, que su ingenio y humor la hacían reír como nunca antes. Beatriz observaba con alegría la metamorfosis que experimentaba su hermana.

Una mañana clara, mientras paseaban por el claro de las hadas, Eréndira apareció una vez más. Con un gesto solemne, trazó en el aire un círculo de luz y proclamó:
– Hoy, vuestro destino se revela completo. Isabela, tu amor por Riquete ha roto el hechizo que cubría su verdadero ser. La belleza del alma se refleja ahora en su exterior.

En ese instante, Riquete se transformó. Su rostro adquirió una gran hermosura, pero lo que se mantuvo igual fue su carácter noble y su sabiduría. Las hadas danzaron celebrando el renacimiento del príncipe.

Finalmente, el rey Gonzalo, al ver la felicidad en los ojos de su hija; dio su bendición para el matrimonio de Isabela y Riquete. La boda fue un acontecimiento de ensueño, y todo el reino se regocijó por la unión de dos seres destinados a encontrarse. Los días de tristeza y anhelo quedaron atrás. Con el paso del tiempo, Isabela descubrió en sí misma nuevas fuerzas y virtudes que nunca había imaginado.

Los reinos de Isabela y Riquete unieron sus fuerzas y prosperaron bajo su justa y sabia gobernanza. Beatriz, inspirada por la historia de su hermana, se aventuró en sus propias exploraciones y finalmente encontró su lugar junto a un joven noble cuyo corazón latía al ritmo del suyo.

Al final, en un rincón del cielo donde las estrellas titilan con más fuerza, se podía oír la susurrante melodía de la felicidad eterna. Y así, la historia del amor verdadero que trasciende la apariencia y cultiva la nobleza del alma se convirtió en una leyenda que se contó por generaciones en el reino y más allá.

Moraleja del Cuento «Riquete el del Copete»

Moraleja del cuento: La verdadera belleza reside en el corazón y el alma de una persona. En ocasiones, lo que los ojos no pueden ver, los sentimientos pueden descubrir. El amor auténtico es aquel que mira más allá de las apariencias y valora la grandeza interior.

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