Cuento: Un mundo feliz
Un mundo feliz
En el año 2387, el mundo ya no era como lo conocíamos. La Tierra, convertida en un mosaico de luces y naturaleza artificial, parecía sacada de un sueño futurista. Ciudades flotantes que desafiaban la gravedad, sostenidas por colosales torres de metal, surcaban los cielos como gigantes tranquilos. Los mares brillaban bajo ellas, reflejando un mundo donde la tecnología había resuelto casi todos los problemas… al menos en apariencia.
Entre estas metrópolis suspendidas en el aire, destacaba Ciudad Arcoiris, la joya de la Federación Planetaria.
Imagina un lugar donde la tecnología y la naturaleza conviven en perfecta armonía, donde el aire es tan puro que parece magia.
Pero en medio de esta utopía, había personas que buscaban algo más allá de lo evidente.
Salvador, un científico de mirada intensa y cabellos plateados, se encontraba entre ellos. A sus 45 años, se había ganado el respeto mundial gracias a su trabajo en bioingeniería, pero su verdadera pasión era mucho más ambiciosa: encontrar vida extraterrestre.
Cada noche, mientras el mundo dormía, él trabajaba incansablemente en su laboratorio, buscando pistas en el vasto cosmos.
—Salvador, por favor, ven a dormir —insistía Valeria, su esposa, con esos ojos verdes que parecían atravesar la lógica de cualquier excusa.
Pero él no podía. Había detectado algo desde el cuadrante Zeta-9. Algo que podría cambiarlo todo. “Esto va más allá de nosotros”, pensaba.
A kilómetros de allí, Gabriel y Martina, dos jóvenes hermanos de 15 años, exploraban una biblioteca antigua en los suburbios. ¿Sabes ese tipo de lugares que parecen abandonados pero esconden historias fascinantes?
Así era esa biblioteca.
Martina, siempre curiosa, encontraba algo inesperado: un compartimento secreto.
Dentro, un artefacto extraño que al activarse proyectaba una luz holográfica con un mensaje en un idioma que nunca antes habían visto.
“Esto no puede ser de la Tierra”, pensaron al unísono.
Y así, con el artefacto en sus manos, decidieron llevarlo al único hombre que, según ellos, podría entenderlo: Salvador.
La mañana en Ciudad Arcoiris empezaba tranquila. Los habitantes iban y venían por los puentes flotantes, y los trenes levitaban entre los edificios como si fueran parte de un ballet sincronizado.
Pero en el laboratorio de Salvador, la calma era lo último que se respiraba. Desde que los hermanos Gabriel y Martina le habían entregado aquel misterioso artefacto, las piezas de un rompecabezas cósmico habían comenzado a encajar.
Salvador, siempre analítico, no tardó en reunir a su equipo.
El artefacto, aunque de aspecto rudimentario, contenía coordenadas precisas, un mensaje codificado y, lo más sorprendente de todo, señales claras de haber sido creado por una inteligencia no humana. La emoción era palpable.
El científico observaba los datos proyectados en el aire con un brillo en los ojos que solo aparece cuando te das cuenta de que estás a punto de presenciar algo más grande que tú mismo.
—Esto es un hallazgo sin precedentes —dijo Salvador, mientras sus dedos trazaban líneas en el holograma—. Este dispositivo no es de la Tierra.
Gabriel, quien soñaba con convertirse en piloto espacial, no pudo evitar acercarse. Estaba inquieto, aunque la emoción lo dominaba.
—¿Entonces… viene de otro planeta? —preguntó el chico, con los ojos brillando de entusiasmo.
—No solo de otro planeta —respondió Salvador, girándose hacia los chicos—. Viene de un planeta llamado Xilona, en la galaxia de Andrómeda. Y esto no es cualquier mensaje —continuó con una voz cargada de gravedad—. Es una súplica de ayuda.
La sala quedó en silencio por un momento, como si el peso de esas palabras necesitara ser procesado. ¿Una civilización entera pidiendo auxilio? ¿Cómo podía estar sucediendo esto tan lejos de la Tierra y tan cerca de sus manos?
En ese instante, Salvador comprendió que lo que estaba en juego era más que su propia ambición de encontrar vida fuera de su planeta. Esto era una misión de vida o muerte. Y la Federación Planetaria tenía que saberlo.
Reunido con su equipo habitual —entre ellos, Amelia, una ingeniera argentina cuya mente podía resolver cualquier problema en cuestión de minutos, y Diego, un piloto experimentado y amigo de Salvador desde la juventud— comenzaron la tarea monumental de descifrar el mensaje.
Cada día que pasaba era un reto. Las horas se convertían en segundos mientras el grupo trabajaba sin descanso. Había un fervor en el aire, una energía compartida por todos ellos. Era como si las estrellas mismas les estuvieran empujando a encontrar respuestas.
Amelia, quien siempre mantenía un tono sarcástico, se encontraba más seria que nunca.
—¿Te das cuenta de lo que esto significa? —le dijo a Salvador mientras ajustaba algunos cables en el artefacto—. Estamos hablando de una civilización en peligro. No sabemos lo que está sucediendo ahí fuera, pero si no actuamos pronto, podríamos llegar tarde.
Salvador asentía, pero sabía que nada podía hacerse hasta que la Federación aprobara la misión.
Y eso no sería fácil.
La Federación era conocida por su escepticismo. Siempre calculando, siempre midiendo los riesgos. Pero este no era el momento para dudas.
Así que el equipo, liderado por Salvador, preparó una presentación para el Consejo de la Federación.
El salón donde se reunirían era majestuoso, con enormes ventanales que dejaban entrar la luz del sol reflejada en los océanos. Frente a ellos, los líderes del mundo, atentos pero fríos, escuchaban la propuesta.
—Estamos ante una oportunidad histórica, —comenzó Salvador con firmeza—. Hemos recibido un mensaje de una civilización que se encuentra al borde de la extinción. Nos piden ayuda, y nuestra tecnología nos permite responder. Con las naves actuales, podríamos alcanzar el planeta Xilona en cuestión de meses. Pero tenemos que actuar ya.
Los miembros del consejo murmuraban entre ellos, incrédulos. ¿Ayudar a una civilización alienígena? Era algo que sonaba más a una película que a la vida real. La duda se apoderaba de ellos.
Sin embargo, Salvador no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Sabía que necesitaba tocar algo más profundo en ellos.
—Hace siglos, también nosotros enfrentamos nuestra propia crisis planetaria. ¿Recuerdan cómo casi destruimos nuestra Tierra? Nos tomó generaciones corregir nuestros errores, pero lo logramos gracias a la colaboración. ¿Qué pasará cuando llegue el día en que nosotros necesitemos ayuda? —dijo, haciendo una pausa dramática—. No debemos ser la especie que mira hacia otro lado cuando el universo nos tiende la mano.
Valeria, que había entrado en la sala y escuchaba desde la distancia, se sintió profundamente conmovida por las palabras de su esposo.
Se dio cuenta de que lo que estaba en juego no solo era una misión científica, sino algo mucho más humano.
Ayudar era lo correcto, y no había otra opción.
Después de varios días de deliberaciones, el Consejo finalmente aprobó la misión.
Se asignaron recursos, se preparó la nave Prometeo-3, y el equipo se alistó para lo que sería el viaje más ambicioso jamás emprendido por la humanidad.
Valeria, que al principio había sido reticente a la idea, decidió unirse a la tripulación como médica de la misión. Sabía que no podía dejar a Salvador enfrentarse solo a esta travesía.
Los preparativos fueron intensos. Gabriel, que desde pequeño soñaba con pilotar una nave, fue asignado como aprendiz de Diego en la cabina de la Prometeo-3. Martina, por su parte, con su amor por las palabras y las historias, asumió el rol de cronista oficial de la misión.
Documentaría cada paso del viaje, cada descubrimiento, porque esto no solo era una misión de rescate, sino una nueva página en la historia de la humanidad.
—Es difícil de creer —murmuraba Gabriel mientras se colocaba el traje de piloto—. Hace semanas estábamos explorando ruinas, y ahora… estamos a punto de viajar a otro planeta.
Martina, con su libreta en mano, lo observaba desde un rincón de la nave. Sabía que su hermano estaba nervioso, pero también sabía que él nunca lo admitiría. Lo que no podía negar era lo que ambos sentían: estaban a punto de hacer historia.
Los días previos al despegue estuvieron llenos de simulaciones, cálculos y ensayos interminables.
Valeria entrenaba sin cesar en el módulo médico. No era la primera vez que se enfrentaba a situaciones críticas, pero esta vez todo era diferente. Las vidas que intentarían salvar eran de seres de otro mundo, y eso añadía un peso que no podía ignorar.
La tensión en el aire era palpable, pero la esperanza de todos ellos los mantenía unidos.
La tripulación estaba lista. La nave Prometeo-3 estaba equipada con tecnología avanzada para soportar el viaje interestelar: motores de curvatura, sistemas de soporte vital de última generación y una inteligencia artificial diseñada para prever cualquier imprevisto.
Todo estaba calculado al milímetro. Sin embargo, ninguno de ellos podía predecir lo que encontrarían en Xilona.
Finalmente, llegó el día del despegue. La cuenta atrás resonaba en la sala de control como un tambor que hacía vibrar los corazones de todos.
—Cinco, cuatro, tres, dos… —la voz mecánica del sistema anunciaba cada número mientras la tripulación, con los ojos fijos en las estrellas, contenía la respiración.
Y entonces, en un instante que parecía eterno, la Prometeo-3 abandonó la órbita de la Tierra. El silencio envolvió a la nave mientras se deslizaba por el espacio profundo, dejando atrás el planeta azul. Las estrellas se convirtieron en rayos luminosos que danzaban ante ellos, como si estuvieran cruzando un portal hacia lo desconocido.
—Estamos en camino —susurró Salvador, sin apartar la vista del infinito espacio que se extendía frente a ellos.
Y así, con la promesa de lo imposible ante sus ojos, la misión había comenzado.
El viaje a Xilona, aunque largo y repleto de incertidumbres, se había desarrollado sin mayores contratiempos. La nave Prometeo-3 avanzaba a velocidades inimaginables, desafiando la lógica y las leyes físicas que la humanidad había conocido hasta entonces.
El equipo, concentrado en su misión, apenas dormía. Había una mezcla de ansiedad y entusiasmo, de temor a lo desconocido y esperanza por lo que podrían encontrar.
Martina, con su cuaderno en mano, documentaba cada detalle. Sus palabras capturaban no solo los hechos, sino también los sentimientos que flotaban entre los miembros de la tripulación. Era consciente de que estaban viviendo un momento único en la historia de la humanidad.
Pero a medida que se acercaban a Xilona, un sentimiento extraño comenzó a apoderarse de ella. Algo que no podía explicar, una especie de presentimiento que la hacía inquietarse más de lo habitual.
—¿Estás bien? —le preguntó Valeria una tarde, mientras repasaba los informes médicos de la misión.
—No lo sé —respondió Martina, con el ceño fruncido—. Es como si algo… estuviera mal. No puedo explicarlo, pero hay algo en este planeta que no encaja.
Y tenía razón.
Al llegar a la órbita de Xilona, el panorama que encontraron no era el que esperaban. El planeta, de lejos, parecía intacto, su atmósfera azulada, sus océanos resplandecientes. No había señales del cataclismo que el mensaje holográfico había mencionado.
Sin embargo, al aproximarse, comenzaron a notar las grietas. Las ciudades estaban vacías, los campos desiertos. La devastación era silenciosa, pero evidente. Y en ese silencio había algo profundamente inquietante.
—Esto no tiene sentido —dijo Salvador mientras analizaba los datos—. No hay señales de vida. Al menos no como esperábamos.
La tripulación descendió al planeta con cautela. Sus trajes espaciales brillaban bajo el sol de Xilona, como si fueran exploradores en un desierto de otro mundo. Amelia, la ingeniera argentina, fue la primera en notar algo extraño.
—Mirad esto —dijo mientras examinaba los restos de lo que parecía una estructura avanzada—. Esta tecnología… es mucho más avanzada que la nuestra. Esto no encaja con una civilización en crisis.
Gabriel y Diego, quienes sobrevolaban las ruinas de las ciudades en una nave exploradora, también notaron algo que les puso los pelos de punta.
—Es como si… alguien hubiera estado aquí antes que nosotros —murmuró Diego—. Pero no veo a nadie.
Mientras tanto, Salvador seguía buscando respuestas. Cada minuto que pasaba en ese planeta vacío lo hacía sentir más incómodo. ¿Dónde estaban los Zhaanis? ¿Dónde estaba la civilización que había pedido ayuda?
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.
Una figura humanoide apareció entre las ruinas. Su piel azulada brillaba bajo el sol, tal como lo describía el mensaje holográfico, pero no parecía estar en peligro. Al contrario, su expresión era serena, casi curiosa.
Se acercó a la tripulación con pasos lentos pero decididos. No estaba solo. Detrás de él, comenzaron a emerger más Zhaanis, como si hubieran estado observando desde las sombras.
—No es posible… —susurró Valeria—. Ellos están bien.
El líder Zhaani levantó una mano, y con un gesto elegante, hizo que un dispositivo parecido al que habían encontrado en la Tierra se proyectara en el aire, esta vez mostrando imágenes nítidas de su planeta antes de la devastación.
Pero en lugar de cataclismos naturales, las imágenes mostraban algo más perturbador: una serie de eventos cuidadosamente orquestados. Los Zhaanis habían creado una simulación de su propia extinción.
—¿Por qué haríais algo así? —preguntó Salvador, incapaz de comprender.
El Zhaani habló, y su voz resonó en sus mentes, no en sus oídos.
—Nosotros no estamos en peligro —dijo, su tono calmado pero firme—. Vosotros lo estáis.
La tripulación quedó paralizada por un instante. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo podían estar en peligro cuando ellos habían venido a ayudar? Todo lo que creían entender se tambaleaba.
—La Tierra ha alcanzado un nivel de avance tecnológico increíble, pero también ha llegado al borde de su propia autodestrucción, igual que nosotros en el pasado —continuó el líder Zhaani—. Nuestra simulación fue un experimento, un llamado de auxilio diseñado para traerlos aquí. Queríamos ver cómo reaccionarían los humanos al enfrentarse a su propio reflejo. Y lo que hemos visto nos ha sorprendido.
El silencio se hizo más pesado. ¿Un experimento? ¿Todo esto había sido una prueba?
—Ustedes han mostrado empatía, cooperación, coraje… pero también dependencia de su tecnología —añadió el Zhaani—. Están al borde de un colapso que no pueden ver, porque confían demasiado en lo que han creado. Nosotros ya hemos estado allí. Y por eso estamos aquí para ofrecerles ayuda, no para recibirla.
Los miembros de la tripulación intercambiaron miradas. Lo que los Zhaanis decían tenía sentido, aunque era difícil de aceptar. La humanidad, tan orgullosa de sus logros, no se daba cuenta de que su propia evolución los estaba llevando al borde del abismo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Salvador, con la voz rota por la mezcla de asombro y desilusión.
—Tienen que aprender a equilibrar —respondió el líder Zhaani—. Tecnología sin humanidad los destruirá. Nosotros podemos mostrarles cómo encontrar ese equilibrio, cómo evitar el destino que casi nos destruyó a nosotros.
En ese momento, Martina supo que su historia no sería la que había planeado escribir.
No sería un relato sobre una misión de rescate heroica, sino algo mucho más profundo: un viaje hacia el autodescubrimiento, un reflejo de lo que significa ser humano en un universo tan vasto y misterioso.
Era una historia sobre aprender a vivir más allá de la tecnología, sobre reconectar con lo que realmente los hacía únicos.
De regreso a la Tierra, la tripulación de la Prometeo-3 no fue recibida como héroes por haber salvado una civilización extraterrestre. Pero su regreso trajo algo mucho más valioso: una advertencia y una oportunidad de cambiar el rumbo de su propio destino.
Salvador, mirando las estrellas una última vez desde el puente de mando antes de aterrizar, se dio cuenta de algo que lo cambió para siempre: el verdadero desafío de la humanidad no estaba en encontrar vida en otros planetas, sino en salvarse a sí misma.
Y con esa certeza, supo que su viaje no había hecho más que empezar.
El regreso a la Tierra fue silencioso, pero no por falta de emoción, sino porque cada miembro de la tripulación estaba sumido en una profunda reflexión. Habían partido creyendo que la humanidad estaba al borde de un descubrimiento sin precedentes, convencidos de que serían salvadores de una civilización alienígena. Sin embargo, volvían como alumnos de una lección inesperada.
Martina, con su cuaderno en mano, miraba por la ventana de la Prometeo-3 mientras el planeta azul se hacía cada vez más grande.
Sabía que sus palabras, cuando llegara el momento de escribir la historia, debían ser cuidadosas, profundas, y lo más importante, honestas. Esta no era la épica que todos esperaban.
No habían rescatado a los Zhaanis; los Zhaanis les habían ofrecido algo mucho más valioso: una visión de su propio futuro y una advertencia urgente.
Gabriel, mientras tanto, trataba de procesar todo lo vivido. Él, que siempre había soñado con volar por el espacio, ahora veía las estrellas con una mezcla de fascinación y temor. Lo que los Zhaanis les habían mostrado iba más allá de la tecnología. Era una revelación sobre la fragilidad de su propia especie. ¿Sería capaz la humanidad de evitar el mismo destino que había casi destruido a los Zhaanis?
Cuando la Prometeo-3 finalmente aterrizó en la Tierra, el equipo fue recibido con vítores y aplausos.
Pero Salvador, Gabriel, Martina, Valeria, Diego y Amelia sabían que no podían dejarse llevar por la euforia. Tenían una misión aún más importante por delante: compartir la advertencia de los Zhaanis con el resto del mundo. Pero, ¿cómo transmitirían un mensaje tan delicado y profundo sin ser malinterpretados? Sabían que la humanidad, siempre tan centrada en sus logros tecnológicos, podría no estar lista para escuchar lo que ellos tenían que decir.
En una conferencia global, organizada para anunciar el resultado de la misión, Salvador tomó la palabra.
Las cámaras enfocaban su rostro, transmitiendo su imagen a millones de personas alrededor del planeta. Sabía que todos esperaban una historia gloriosa sobre el rescate de una civilización alienígena en peligro. Pero lo que iba a compartir no era una victoria típica.
—Lo que encontramos en Xilona —comenzó Salvador, con voz firme— no fue lo que esperábamos. No hubo ciudades en ruinas ni un pueblo clamando por nuestra ayuda. En su lugar, encontramos una advertencia, un reflejo de lo que podría ser nuestro propio destino.
La sala quedó en silencio. Nadie se atrevía a moverse. Los espectadores estaban intrigados.
—Los Zhaanis no necesitaban ser rescatados. Fueron ellos quienes decidieron rescatarnos a nosotros. Nos mostraron que, aunque hemos logrado avances inimaginables en tecnología, estamos a punto de caer en la misma trampa que casi destruye su civilización. Nos hemos vuelto dependientes de nuestras propias creaciones, y hemos olvidado algo esencial: nuestra humanidad.
Un murmullo recorrió la sala. Era difícil de aceptar. Todos esperaban una historia de conquista y triunfo, pero Salvador les estaba ofreciendo una verdad incómoda.
—Nos han enseñado que la tecnología no es el enemigo —continuó—. Pero sin equilibrio, sin un verdadero entendimiento de quiénes somos y hacia dónde vamos, podría ser nuestra perdición. Nos han dado la oportunidad de cambiar. Ahora depende de nosotros decidir qué haremos con esa oportunidad.
Valeria, de pie a su lado, sentía el peso de esas palabras. Ella, que siempre había sido pragmática, ahora comprendía la magnitud de lo que estaba en juego. Esta era su misión más importante, no solo como médica, sino como madre, como ciudadana de la Tierra. La salvación de su especie no vendría de la exploración espacial, sino de la reflexión interna.
Tras la conferencia, el mensaje de Salvador y su equipo resonó por todo el mundo. Hubo escepticismo, claro. No todos estaban dispuestos a creer que una advertencia alienígena podría cambiar el curso de la humanidad. Pero poco a poco, las semillas de esa idea comenzaron a germinar. Las preguntas se extendieron: ¿Estamos demasiado enfocados en crear máquinas y sistemas sin entender sus consecuencias? ¿Estamos olvidando lo que significa ser humanos?
Amelia, la ingeniera, lideró una serie de iniciativas globales para desarrollar tecnologías más sostenibles y humanas, utilizando los conocimientos que habían adquirido en Xilona. Diego y Gabriel, por su parte, se convirtieron en defensores de una nueva generación de pilotos espaciales, pero con un enfoque diferente: no solo explorar el cosmos, sino hacerlo con respeto y entendimiento de los límites que como especie debían aceptar.
Y Martina… Martina escribió. Su relato no fue sobre un rescate heroico, ni sobre alienígenas en peligro, sino sobre un viaje de introspección, sobre cómo una civilización del otro lado del universo les enseñó que, a veces, el mayor peligro no está en lo que desconocemos, sino en lo que creemos que controlamos.
Su libro se convirtió en un manifiesto, inspirando a generaciones a mirar las estrellas no solo como un escape, sino como un recordatorio de la importancia de preservar lo que los hacía humanos.
El legado de la misión Prometeo-3 no fue un monumento ni una medalla, sino un cambio de mentalidad, una nueva forma de entender el futuro. Los Zhaanis les habían mostrado el camino, pero ahora dependía de la humanidad recorrerlo.
Y así, en un mundo donde la tecnología seguía avanzando, la verdadera victoria no estuvo en lo que crearon, sino en lo que aprendieron a no destruir. La humanidad había recibido una segunda oportunidad.
Moraleja del cuento “Un mundo feliz”
No siempre el mayor logro está en lo que descubrimos fuera, sino en lo que comprendemos dentro.
A veces, las respuestas más importantes no están en las estrellas que perseguimos, sino en cómo elegimos mantenernos conectados a nuestra humanidad.
El verdadero progreso no es solo tecnológico, sino también moral y emocional. Sin equilibrio, el avance se convierte en riesgo.
Pero cuando aprendemos a valorar lo que somos tanto como lo que creamos, encontramos la clave para sobrevivir y prosperar, tanto en la Tierra como más allá de las estrellas.
Abraham Cuentacuentos.
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