La danza de Azul
Dicen que si ves una mariposa azul volando sola bajo la luna, estás presenciando algo que no debería ser posible.
Nadie sabe cuántas quedan, ni siquiera si alguna sobrevive.
Y sin embargo, aquella noche, en un rincón olvidado de un bosque entre el mar y la ciudad, una crisálida comenzó a temblar.
Allí dentro, Azul soñaba.
Era una mariposa azul de Miami, una especie que muchos daban por extinta, y que el mundo había empezado a olvidar.
Pero Azul no sabía de informes ni de cifras: solo sentía la necesidad de salir, desplegar sus alas y danzar entre los suspiros de la noche.
El interior de su capullo era oscuro, pero no silencioso.
Afuera, el bosque respiraba.
Aquel claro diminuto, abrazado por lianas y helechos, era como un suspiro detenido en el tiempo.
La tierra aún olía a savia y sombra, aunque cada vez menos.
Azul emergió al fin, empapada de luz de luna.
Sus alas, vibrantes como el agua en calma, se desplegaron con torpeza y asombro.
Todo su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de urgencia: algo invisible la llamaba a volar.
Apenas alzó el vuelo, el aire nocturno le pareció demasiado grande, el mundo inmenso y extraño.
El bosque ya no era lo que sus antepasados recordaban.
Había ruido donde antes había canto, fragmentos donde antes había continuidad.
Y sobre todo… silencio de sus iguales.
«¿Estoy sola?»
Voló en espiral, buscando señales, y entre las ramas altas divisó una silueta inmóvil: un búho de plumaje canoso y mirada de tiempo.
—No deberías estar aquí —murmuró él, sin sorpresa—. Eres un secreto que la luna aún guarda.
Azul se detuvo, suspendida en el aire.
—¿Qué quieres decir? ¿No hay otras como yo?
—Quizás sí, quizás no. Pero los que aún quedan, como tú, tienen una misión que ni siquiera comprenden al principio.
El búho le contó entonces historias antiguas: de mariposas que guiaban a los navegantes, de vuelos que predecían la lluvia, de danzas que abrían flores.
Azul lo escuchó con el corazón encogido.
Pero algo en su interior la impulsaba a seguir volando, a buscar.
—No puedo quedarme quieta. Algo me empuja —confesó.
—Entonces vete —le dijo el búho, con solemnidad—. Pero recuerda esto: hay algo que debes encontrar antes del alba.
Y Azul partió.
Lo que no sabía era que el enigma que debía resolver no era dónde estaban las demás, ni cómo sobrevivir.
Era descubrir por qué ella seguía viva cuando ya nadie esperaba verla.
El vuelo de Azul se volvió más firme a medida que avanzaba la noche, aunque su corazón latía con la mezcla dulce del miedo y la necesidad.
A lo lejos, más allá de la espesura, una humareda leve marcaba la silueta de una selva herida.
Se adentró en ella con delicadeza.
El aire era denso, tibio, cargado de hojas quemadas y humedad ancestral.
Sobre una rama baja, un jaguar la observaba con ojos de fuego quieto.
Sus músculos tensos, pero su voz, serena.
—Mariposa, no muchos se atreven a cruzar por aquí.
—Estoy buscando respuestas —dijo Azul—. Me han dicho que no debería existir.
El jaguar no se sorprendió. Bajó la mirada, grave.
—Entonces somos dos los que caminamos en la cuerda del olvido. Cada vez hay menos lugar donde correr. Pero sigo aquí, ¿ves? Porque mientras algo respire, aún no estamos vencidos.
En los ojos del felino, Azul vio reflejada la misma rabia tranquila que le ardía en las alas.
Continuó su viaje.
Atravesó los bordes de un humedal casi seco, donde las ranas ya no cantaban.
Voló sobre campos partidos por carreteras y luces ajenas.
Cada vez que encontraba un rastro de vida, lo hallaba también en retirada.
Cruzando la costa, llegó a un arrecife iluminado por la fosforescencia del plancton. Un pez payaso nadaba cerca de los restos de un coral blanquecino.
—Tus colores son un recuerdo —dijo él sin mirarla directamente—. Aquí también luchamos contra la desaparición.
—¿Qué puedo hacer yo, tan pequeña?
El pez, con un giro, respondió:
—A veces los más pequeños llevan los mensajes más grandes. Pero primero tienes que entender por qué sigues volando.
Las palabras la persiguieron mientras se alejaba.
La luna estaba ya alta, y el tiempo parecía deshacerse.

Entonces, casi sin saber cómo, Azul llegó a un espacio diferente: un jardín escondido.
Era como un eco verde en mitad del olvido.
Allí, entre flores silvestres y sombra viva, revoloteaban otras mariposas.
Azul se detuvo, incrédula.
—¿Sois reales? ¿De verdad existís?
Una de ellas, con alas que parecían pintadas con pinceladas de cielo, se acercó.
—Lo somos. Y tú también, Azul. No eres un error. Eres un testimonio.
Azul aterrizó.
Todo su cuerpo temblaba.
—Creí que estaba sola. Creí que era la última.
—Todos lo hemos creído alguna vez. Pero aquí estamos. Y no solo por azar.
Las mariposas le mostraron cómo se mantenían ocultas: gracias a un grupo de humanos que protegían aquel lugar, que habían recuperado especies y sembrado plantas nativas.
Azul se sintió, por primera vez, parte de algo.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Danzar. Volar. Existir. Eso ya es resistencia.
Pero Azul sintió que su viaje no había terminado.
Algo aún la llamaba desde lejos.
Algo que no era una criatura, sino una certeza.
Cuando el primer rayo de sol rompió el horizonte, Azul se separó de sus hermanas.
No por desconfianza ni soledad, sino porque el eco de una última revelación aún resonaba en su interior.
Voló hacia el lugar donde todo había comenzado: aquel claro donde su capullo colgaba, ahora vacío.
Allí, el aire parecía más transparente.
El bosque se desperezaba con sonidos nuevos.
Azul descendió y se posó en una hoja.
Entonces, lo vio.
Un niño.
De no más de diez años, con las rodillas manchadas de tierra y una libreta en las manos.
Caminaba sin hacer ruido, con una atención rara para alguien de su edad.
Alzó la mirada… y sus ojos se encontraron con los de Azul.
—¿Tú eres… la mariposa? —susurró.
No hubo miedo, ni intento de atraparla.
Solo asombro.
Azul permaneció inmóvil, dejándose observar.
El niño se sentó frente a ella, sacó un lápiz, y empezó a dibujar.
Con trazos imperfectos y apasionados, capturó sus alas, sus formas, sus colores imposibles.
Luego, sin esperar respuesta, empezó a hablarle:
—Mi abuela decía que si alguna vez encontraba una mariposa azul, debía contarle un secreto.
Azul ladeó las alas.
Algo en aquel niño era distinto.
—Voy a proteger este lugar —dijo él con una firmeza inesperada—. Y voy a contarle a otros que aún quedáis. No quiero que solo seáis parte de un libro viejo.
En ese instante, Azul comprendió.
El enigma no era por qué ella seguía viva, sino para qué.
No era la última.
Era la primera de una historia nueva.
Una historia que comenzaba con un niño que sabía mirar.
Desde entonces, Azul voló cada mañana por encima del jardín escondido.
Y cada tarde, danzaba brevemente en el claro, donde el niño volvía, siempre con un dibujo nuevo, siempre con una promesa silenciosa en los labios.
Azul, la mariposa que no debía existir, se convirtió en símbolo de lo que puede nacer cuando alguien decide cuidar en lugar de olvidar.
Moraleja del cuento de la danza de Azul
En la delicadeza de una mariposa azul se esconde la grandeza de la naturaleza y la urgencia de su preservación.
Porque, lo que parece insignificante, puede encender el cambio más grande.
La esperanza no se hereda, se cultiva.
Y a veces, basta con mirar con atención para descubrir que la vida aún tiene secretos por revelar.
Si aprendemos a observar la danza de Azul, comprenderemos que el cuidado de cada vida es la clave para salvar todas las demás.
Seamos, entonces, como el niño que admiraba a Azul, guardianes y narradores de las historias naturales.
Que nuestras acciones reflejen la belleza y resiliencia de aquellos seres que, sin voz, nos enseñan la importancia de coexistir armónicamente.
A través de entender y respaldar la danza de la vida, garantizamos un amanecer repleto de esperanzas nuevas para cada ser vivo en este mundo que incansablemente cambia.
Abraham Cuentacuentos.