El camino escondido de Melchor, Gaspar y Baltasar
En una tierra vasta y cubierta por el manto blanco de la nieve, tres majestuosos camellos pisaban la suavidad del paisaje conociendo cada grano de arena que ahora yacía oculto bajo el hielo.
Sobre sus lomos, tres sabios de miradas penetrantes y barbas que competían con la nocturnidad del cielo invernal, avanzaban siguiendo un astro luminoso que parecía bailar entre las constelaciones.
Melchor, de cabellos como el alabastro y ojos chispeantes, llevaba en sus manos un cofre con oro, tan resplandeciente como el sol al mediodía.
Gaspar, cuya tez recordaba a los campos de trigo y cuyo semblante irradiaba juventud, guardaba en su bolsa el incienso más fragante que jamás haya perfumado los templos de Oriente.
Baltasar, de mirada profunda y piel oscurecida por los viajes bajo innumerables soles, protegía con celo su recipiente de mirra, tesoro de sanación y ofrenda.
Una gélida brisa susurró entre los árboles desnudos, y el astro que seguían pareció parpadear y desviarse.
Bajo el cielo ennegrecido, los tres magos detuvieron sus monturas y contemplaron la vastedad de su dilema.
«Nuestro camino se ha velado», dijo Melchor con voz serena. Gaspar frunció el ceño y añadió, «Tal parece que la estrella nos insta a descubrir una nueva ruta». Baltasar, observando el horizonte, asintió y susurró, «Quizás, lo que se oculta tras este desvío sea un hallazgo mayor que nuestra propia búsqueda».
Los tres magos decidieron confiar en la señal enigmática del cielo. Las huellas de sus camellos dejaban una narrativa fresca sobre el delicado manto níveo, una partitura que solo la tierra podía entonar.
El viento traía ecos de una aldea no muy lejana.
Melchor propuso, «Acerquémonos y procuremos hospitalidad. Al alba, seguiremos nuestro cometido». Gaspar y Baltasar asintieron y, juntos, se dirigieron hacia la promesa de un refugio.
La aldea, adornada con luces tímidas y risas que se escapaban de las casuchas acogedoras, recibió a los viajeros con una mezcla de asombro y curiosidad.
Al llegar a la plaza principal, donde un árbol de Navidad erigía esperanza, los magos desmontaron y fueron recibidos por el alcalde, un hombre de estatura mediana, con una sonrisa que desarmaba cualquier dureza y unos ojos que brillaban con la sinceridad de un niño.
«Bienvenidos, viajeros del firmamento», saludó el alcalde. «Yo soy Elio, y esta es la Villa de la Estrella. ¿Qué os trae por estos lares, tan lejos de todo mapa conocido?»
Melchor, acercándose, contestó, «Buscamos un niño, un nacido rey, y la estrella que marcaba su ubicación nos ha traído a nosotros hasta aquí».
Elio, con una sonrisa aún más amplia, replicó, «Entonces debéis estar cansados y con frío. Venid, os mostraré donde descansar y a su vez os presentaré a nuestras pequeñas estrellas»
Mientras los magos seguían al amable Elio, notaron como la aldea vibraba con un espíritu de comunidad y alegría palpable. Atravesaron callejuelas donde los niños jugaban y las familias se reunían al calor de hogueras, compartiendo historias y sonrisas.
Ya en la posada, los magos fueron agasajados con viandas y una hospitalidad que les calentó el alma.
Descansaron, pero no sin antes mirar por la ventana hacia la silueta de la estrella que persistía, aunque lejana, en el firmamento.
Al amanecer, los habitantes de la Villa de la Estrella prepararon una festividad en honor a los misteriosos huéspedes.
Melchor, Gaspar y Baltasar, humildes, se sintieron conmovidos y un tanto avergonzados por tan magnánima acogida.
Con la fiesta en su apogeo, niños correteaban entre los invitados y no tardaron en cautivar la atención de los sabios.
Una niña de rizos dorados y ojos tan claros como el cielo matutino se acercó a Melchor y le preguntó, «¿Es cierto que seguís una estrella para encontrar a un rey?»
Melchor acarició con ternura la cabeza de la niña y respondió, «La estrella es nuestra guía, pequeña. Pero parece que cada persona que encontramos en el camino también se convierte en una estrella en sí misma».
Gaspar y Baltasar, observando la escena, intercambiaron miradas llenas de una sabiduría recién adquirida.
Cuando la velada estaba por terminar y las últimas luces titilaban como luciérnagas en el crepúsculo, Elio se acercó a los magos con una sonrisa cómplice. «Tal vez la estrella os trajo aquí por un motivo. Venid, os mostraré algo».
Los condujo fuera de la posada, hacia un humilde establo en las afueras de la aldea. Allí, entre la paja y el calor de una mula y un buey, yacía un recién nacido en los brazos de su madre, una mujer de belleza sencilla pero ojos que reflejaban la inmensidad del universo.
«No es un rey con corona, pero en nuestra Villa es el rey de los corazones», dijo Elio con gentileza. Los magos, sin poder evitarlo, se arrodillaron ante la escena, sintiendo un compás sagrado que les afirmaba que habían cumplido con su destino.
Entregaron sus regalos al niño y su familia, dándose cuenta de que, a pesar de los títulos y las riquezas, la verdadera esencia de la navidad yace en la simplicidad y el amor compartido.
La estrella, ahora en lo más alto del cielo, parecía celebrar con ellos, y en aquel humilde establo, Melchor, Gaspar y Baltasar encontraron lo que más anhelaban: la fe en un mundo unido por el afecto y la esperanza.
Regresaron a sus tierras, no por el mismo camino por el que habían llegado, sino por uno nuevo, creado por la bondad y la gratitud.
Y cada Navidad, recordarían la aldea que les enseñó que a veces el verdadero camino se encuentra en lo inesperado, y en la luz de las pequeñas estrellas que cada ser humano porta en su corazón.
Moraleja del cuento El camino escondido de Melchor y Gaspar y Baltasar
A menudo, la vida nos lleva por rutas desconocidas y nos introduce a personas y experiencias que parecieran desviarnos de nuestro propósito.
Sin embargo, si abrimos nuestros corazones y aprendemos a ver la luz en los demás, hallaremos que esos desvíos pueden convertirse en el verdadero destino, uno lleno de amor y enseñanzas que iluminará nuestro camino mucho más allá de una festividad, viviendo en nosotros para siempre.
Abraham Cuentacuentos.