Cuento de Navidad: Cazando la carta perdida a Santa en Nochebuena

Dibujo de un pueblo nevado en Navidad.

Cazando la carta perdida a Santa en Nochebuena

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Bajo la cúpula celeste del pequeño pueblo de Vilverín, las campanas de la iglesia anunciaban la llegada de la víspera de Navidad.

Las calles estaban adornadas con guirnaldas de luces titilantes y los copos de nieve danzaban en una coreografía aérea antes de reposar sobre la multicolor decoración.

Entre risas y saludos, los pueblerinos se apresuraban con sus preparativos navideños.

En una atalaya al final de la calle principal, vivía Alejandro con su madre, Elisa.

A sus diez inviernos, Alejandro había desarrollado una vivaracha imaginación, ojos como charcos de chocolate fundido y una sonrisa que desencadenaba simpatías a su paso.

Aunque menudo y desgarbado a su edad, emanaba un encanto peculiar que lo hacía querido por vecinos y amigos.

La víspera de Navidad, Alejandro había escrito su carta a Santa con sumo cuidado, delineando cada letra con la esperanza de que sus deseos se convirtieran en realidades.

Un nuevo balón de fútbol y, sobre todo, una figura tallada de madera de su héroe predilecto, el valeroso Caballero de Solace, poblaban su lista.

«Madre -exclamó Alejandro con una mezcla de preocupación y ansias-, he colocado mi carta en la ventana para que el viento la lleve al Polo Norte, pero ¿y si no llega a tiempo?»

Elisa, mujer avezada en los hilos de la vida y con una sonrisa de comprensión, respondió: «No te preocupes, mi cielo, Santa encuentra la forma. Ahora, ayúdame a terminar de adornar la casa; haz que cada rincón brille con espíritu navideño.»

El destino, sin embargo, jugaba a los dados, y una ráfaga caprichosa se coló por la ventana.

Jugueteando entre cortinas y papeles, se llevó con ella la misiva de Alejandro, la cual inició un viaje impensado por los cielos enmarañados del pueblo de Vilverín.

La carta danzó y se deslizó, esquivando a un gato adormilado en un tejado, rozando las campanas de la iglesia, ocultándose en la estela de humo de alguna chimenea lejana.

Hasta que encontró reposo entre las ramas de un álamo en el parque central, ignorada y olvidada.

Mientras tanto, en casa de Alejandro, se disfrutaba de la genialidad de un acogedor ambiente navideño.

Las risas se entremezclaban con el sonido de los villancicos, mientras Alejandro, aun consciente de su carta perdida, no dejaba que la preocupación turbara la magia de aquella noche.

Simón, el cartero del pueblo, era un hombre robusto con bigote encanecido y paso resonante.

Aquella tarde, la suerte quiso que paseara por el parque, dejándose caer por los susurros de un viento gélido que le hablaba de historias no contadas y secretos por descubrir.

Al acercarse al álamo, un destello de color le llamo la atención.

Entre las ramas yacía la carta de Alejandro, algo deteriorada pero aún legible.

Con la curiosidad de un niño, Simón la recogió y, al leer el remitente, supo al instante lo que debía hacer.

«Esta carta no puede perderse, tiene un destino importante,» pensó mientras apretaba el paso hacia el Correo, dispuesto a hacer un último envío a Santa Claus, a pesar de la hora y la fecha.

La noche cayó sobre Vilverín y la algarabía se multiplicó.

Las familias se reunían para cenar y compartir regalos, mientras los más pequeños apenas podían contener la ilusión de lo que encontrarían bajo el árbol al día siguiente.

Doña Elisa y Alejandro cenaron juntos, hablando de recuerdos y de futuros, de lo que habían vivido aquel año y de lo que vendría.

En su silencio, el niño guardaba la esperanza de un milagro navideño.

Al amanecer, con el primer destello del día, Alejandro salió disparado hacia el salón.

Bajo el árbol, parpadeando con luces de colores, se encontraban varios paquetes envueltos con esmero.

Al abrirlos, su corazón dio saltos de alegría: la carta había llegado a su destino y Santa había respondido.

Un balón de fútbol refulgía con nuevos colores, y allí estaba, la figura tallada del Caballero de Solace, más majestuosa y detallada de lo que hubiera soñado.

«¡Madre, mira! ¡Llegaron! Santa sabía…», exclamó Alejandro no pudiendo terminar la frase, víctima de sus propias emociones y lágrimas de felicidad incontenible.

Elisa, con una sonrisa que hablaba del conocimiento de los misterios navideños, abrazó a su hijo. «Te lo dije, mi cielo, Santa siempre encuentra la forma.»

Justo en ese momento, se escuchó un golpeteo en la puerta.

Al abrirla, encontraron a Simón el cartero, quien con respiración entrecortada y una carta en la mano, dijo: «Creo que esto es para ti, Alejandro. Asegúrate de que Santa reciba tu agradecimiento.»

Con un guiño cómplice, Simón se dio la vuelta, dejando atrás una escena que guardaría en su corazón.

Había cumplido su cometido, y con ello, el espíritu de Navidad se sintió aún más robusto en las calles de Vilverín.

El día de Navidad en el pueblo fue de risas, abrazos y villancicos que hablaban de paz y amor.

Y en los ojos de un niño de diez años, se veía la gratitud y la felicidad más pura, la que solo el verdadero milagro de la Navidad puede traer.

La carta perdida a Santa había completado un viaje inesperado, pero había cumplido su misión, y Alejandro supo que, más allá de lo material de los regalos, estaba el mensaje de esperanza y generosidad que nunca debía perderse.

Moraleja del cuento La carta perdida a Santa

En esta mágica época navideña, donde los sueños y los buenos deseos toman las riendas de nuestras vidas, recordemos que, a pesar de los contratiempos y las incertidumbres, siempre existe un camino para aquellas esperanzas que nacen del corazón.

La generosidad y la colaboración, incluso en los gestos más simples, tienen la capacidad de convertir lo ordinario en extraordinario.

Así como una carta perdida encontró su camino, que cada uno de nosotros pueda encontrar el propio, llevando a cabo actos de bondad que resuenen en los corazones y perduren en el tiempo.

Abraham Cuentacuentos.

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