El cuervo y la jarra
En el centro del Bosque Escondido, un lugar envuelto en los susurros de la naturaleza y las sombras bailantes de los árboles, habitaba un cuervo llamado Andrés.
Era un pájaro de plumaje negro como la medianoche, con ojos penetrantes y astutos.
Sin embargo, su apariencia oscura contrastaba con su espíritu travieso y curioso.
Andrés solía sobrevolar el bosque, observando cada rincón y enterándose de todos los secretos.
Una mañana, mientras la neblina se disipaba entre los troncos, Andrés encontró un objeto brillante entre las hojas caídas.
Se trataba de una jarra antigua, hecha de barro cocido y decorada con intrincados dibujos. Intrigado, Andrés se acercó.
Al mirar en su interior, descubrió que estaba medio llena de agua. En esos días de verano, en que el sol abrasaba sin piedad, el agua era un bien preciado.
Decidido a beber, Andrés metió su pico en la jarra, pero el nivel del agua estaba demasiado bajo.
Frustrado, revoloteó alrededor, probando inútilmente diferentes ángulos.
Fue entonces cuando escuchó una risa melodiosa proveniente de un roble cercano.
Se volvió y vio a Lucía, una simpática ardilla de ojos vivos y cola esponjosa.
—¿Necesitas ayuda, amigo? —preguntó Lucía con una media sonrisa.
Andrés, orgulloso y testarudo, sacudió sus plumas y respondió:
—Puedo manejar esto solo, gracias.
Lucía, sin embargo, no se dio por vencida. Se acercó curiosa, dando pequeños saltos.
—¿Por qué no intentas usar piedras? —sugirió—. Podrías ir arrojándolas dentro y el agua subirá.
Andrés pensó en la idea por un momento y, aunque reacio a admitirlo, vio que tenía sentido.
A pesar de sus dudas iniciales, decidió probarlo.
Mientras Andrés y Lucía trabajaban juntos en la jarra, la noticia se divulgó entre los demás animales del Bosque Escondido.
No pasó mucho tiempo antes de que sus amigos más íntimos llegaran a observar.
Entre ellos estaba el erizo Felipe, conocido por su sabiduría y su lentitud calculada.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Felipe, sus ojos pequeños y brillantes escrutando la escena.
Andrés explicó la situación y el plan de Lucía. Felipe, siempre el pensador meticuloso, añadió:
—No es mala idea, pero asegúrate de que las piedras no sean demasiado grandes, o podrían romper la jarra.
Con todos esos consejos, Andrés y Lucía prosiguieron.
El cuervo recogía piedras pequeñas con su pico y las dejaba caer una a una en la jarra, mientras Lucía seleccionaba las más adecuadas.
El erizo Felipe, observaba pacientemente, asintiendo con aprobación.
A medida que seguían, otros animales se unieron a la tarea.
Beatriz, la libélula de alas iridiscentes, comenzó a contar historias para mantenerlos entretenidos.
Cada historia que contaba era más fantástica que la anterior, llenando el aire de magia y risas.
En medio de su faena, se les unió Lola, una elegante cierva de ojos grandes y pestañas largas. Con su andar grácil, proyectaba una serenidad que contagiaba a los demás.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó con voz suave.
—Por supuesto —respondió Andrés, perdiendo su orgullo, agradecido por toda la ayuda que recibía—. Necesitamos más piedras pequeñas.
Lola, con su delicadeza, comenzó a buscar piedras a lo largo del claro.
También se unió a la empresa un sapo llamado Tomás, que con su salpicante y torpe andar, hacía reír a todos con su entusiasmo desbordante y sus cantos improvisados.
El trabajo en equipo llevaba su tiempo, pero incontables piedrecillas después, el nivel del agua dentro de la jarra ascendía.
Con cada piedra caída, una pequeña ola plateada se creaba, prometiendo el codiciado premio.
Todos colaboraban, sin importar sus tareas o roles, el objetivo común los unía.
Finalmente, el agua alcanzó un nivel accesible.
Andrés, exhausto pero jubiloso, introdujo su pico y bebió de la jarra.
El agua fresca y revitalizante le dio un renovado sentido de energía.
Todos celebraron este pequeño triunfo con gran alborozo, sintiendo una profunda satisfacción compartida.
Sin embargo, el día aún no terminaba.
Mientras Andrés, revitalizado por el agua, se posaba en una rama alta cubriendo la escena con sus alas negras, divisó algo extraño entre los árboles.
Una figura avanzaba lenta y pesadamente.
—¡Mirad, allí en el oeste! —gritó, llamando la atención de todos.
A través de los rayos dorados de la tarde, emergió una tortuga anciana llamada Carmen.
Carmen era venerada en el bosque por su vasta sabiduría acumulada a lo largo de incontables estaciones.
En su rostro curtido por el tiempo, se dibujaba una sonrisa afable.
—He escuchado que habéis trabajado codo con codo para extraer agua de la jarra —dijo Carmen, su voz cálida resonando entre los árboles—. Estoy orgullosa de ver esta unidad y colaboración.
—Fue una idea magnífica —intervino Lucía, con una chispa de alegría en sus ojos—. Creo que todos aprendimos algo hoy.
Carmen asintió lentamente.
—La unidad y la cooperación siempre logran más que el esfuerzo solitario. En los tiempos que se avecinan, podríamos necesitar recordar esta lección.
Los animales compartieron un momento de reflexión, valorando la verdad en las palabras de la tortuga.
A medida que el sol se ponía, teñía el cielo con tonos anaranjados y morados.
Los animales regresaron a sus hogares, con la esperanza guardada en sus corazones y la historia de la jarra grabada en sus memorias.
La noche envolvió el Bosque Escondido, pero los lazos que esos animales habían forjado ese día brillaban con la luz propia de las estrellas.
Cada uno de ellos, desde Andrés hasta la sabia Carmen, sabía que en el futuro, no importaría cuán arduo o complejo fuera el desafío, podrían superarlo juntos.
Moraleja del cuento «El cuervo y la jarra»
La fuerza de la colaboración puede superar cualquier obstáculo.
Cuando unimos nuestras capacidades y conocimientos, descubrimos que juntos somos más fuertes de lo que podríamos ser solos. En la unión está la verdadera fuerza.
Abraham Cuentacuentos.