Cuento: «El día que ardió el hormiguero»
Era un cálido atardecer de verano en la aldea de El Pradillo, donde los campos se vestían de dorados y verdes. En un rincón escondido, bajo la sombra generosa de un robusto roble, se encontraba un hormiguero. Allí vivían miles de pequeñas obreras, unas incansables y otras curiosas, quienes dedicaban sus días a construir su hogar con esmero.
Una tarde, mientras trabajaban con una precisión admirable, resonó en la distancia una risa burlona. “¡Mira ese hormiguero tan pequeño! No vale nada”, exclamó Nico, un niño travieso con la mirada chispeante. A su lado, Carla lo animaba a acercarse, incrédula ante aquel curioso mundo.
“¡Vamos a jugar!”, sugirió Nico mientras se agachaba y comenzaba a lanzar pequeñas piedras hacia el hormiguero. Las hormigas corrían frenéticamente intentando salvar su hogar. Carla miró cómo la tierra temblaba y las criaturas luchaban por su existencia; sentía en su pecho un nudo inquieto.
“Nico… eso no está bien”, dijo al fin con voz temblorosa, recordando las veces que había defendido a su pequeño perro de las bromas crueles del vecindario. “Ellas también tienen miedo. Mira cómo corren.”
“No importa”, replicó él sin mirarla, envalentonado por su propia necedad.
Pero en ese momento sucedió algo inesperado: el viento cambió bruscamente. Una ráfaga fuerte arrastró una pequeña chispa del fogón encendido cercano y hizo caer el fuego directo sobre el hormiguero indefenso. Las llamas comenzaron a consumirlo todo rápidamente.
Nico y Carla observaron aterrados como aquel lugar tan vibrante se convertía en cenizas en cuestión de segundos. Las pequeñas obreras gritaban silentes su despedida en cada destello lacerante de fuego. Sin pensarlo dos veces, Carla agarró la mano de Nico y corrió hacia la escena desgarradora.
“¡Ayuda! ¡Debemos hacer algo!” exclamó mientras se quitaba su camiseta para intentar sofocar las llamas voraces. Nico dudó por un instante, pero frente a aquella angustia palpable decidió seguirla. Los dos comenzaron a apagar el fuego usando ramas y hojarasca; gritando instrucciones uno al otro mientras rescataban al menos a unas cuantas hormigas que permanecían inertes cerca del suelo humeante.
Lucharon durante minutos interminables hasta que finalmente las llamas fueron controladas gracias a la perseverancia de aquellos jóvenes corazones decididos a reparar lo irremediable.
Las pupilas brillantes de Carla estaban llenas de lágrimas al contemplar la devastación causada: “Perdóname,” susurró casi entre sollozos mientras recogía algunas supervivientes entre sus manos delicadas.
Moraleja: «El día que ardió el hormiguero»
La fuerza del cariño nos hace protagonistas; nuestra voz puede desbordar océanos si sentimos empatía por aquellos que son pequeños y callan. Cada acción resuena como ecos en la vida; cuidar lo frágil es ser valiente ante la voracidad del fuego.