El disfraz que asustó a los fantasmas en Halloween
Era la noche de Halloween y el pueblo de San Nicolás estaba en plena celebración. Una luna llena, de un brillo plateado casi encantador, iluminaba cada rincón de las callejuelas adoquinadas, donde las sombras danzaban al ritmo del viento. Las casas, adornadas con calabazas esculpidas y telarañas artificiales, parecían participar en una fiesta secreta de suspiros y risas.
En el centro del bullicio, Rosa, una niña de diez años con cabello rizado y una sonrisa que iluminaba cualquier cuarto, estaba decidida a conseguir el disfraz más original de toda la noche. Su amigo Lucas, un niño bajito con gafas grandes que siempre llevaba una camiseta de superhéroes, la seguía a paso ligero. «¿Por qué no te disfrazas de bruja? Es clásico y siempre funciona», sugirió Lucas, mientras tambaleaba su calabaza llena de dulces.
Rosa rodó los ojos. «No, eso es aburrido. Quiero algo que asuste de verdad, que haga temblar a los fantasmas. ¿Sabes? Algo inusual.» En su mente, llenaba un cuaderno imaginario con ideas brillantes, pero ninguna le parecía lo suficientemente espectacular. Era entonces cuando se topó con un viejo bazar, escondido entre luces intermitentes y risas. La puerta chirrió al abrirse, y el aroma a dulces y especias las envolvió.
Al entrar, un anciano de barba blanca, que parecía haber salido de un cuento, los miró con ojos chispeantes. «Buscáis un disfraz que asuste, ¿eh? Esta noche, la magia está en el aire.» Con un gesto misterioso, les mostró un disfraz negro, adornado con plumas y un misterioso brillo en la tela. «Con esto, seréis los más temidos del pueblo».
Rosa sintió un escalofrío de emoción. «¡Es perfecto!», exclamó. Lucas la miró, algo escéptico. «¿Y si en lugar de asustar, provocamos que nos asusten a nosotros?».
A pesar de sus dudas, la pareja salió luciendo el disfraz en torno a su figura, y comenzaron a recorrer las calles envueltos en risas nerviosas. Pero, justo cuando la noche alcanzaba su clímax, un extraño sonido hizo eco en el aire: un tintineo que resonaba como campanas lejanas. Desde una esquina oscura, aparecieron sombras etéreas, sombras que parecían ser fantasmas reales.
Lucas palideció mientras los espíritus se acercaban, pero Rosa, decidida a no rendirse, dejó escapar una risa contagiosa. «¡Oh, mirad, son fantasmas! ¿No deberían asustarse de nosotros?» Se giró hacia las sombras con una sonrisa audaz.
Los fantasmas, en lugar de asustarse, se detuvieron y comenzaron a reírse, les hablaban en un tono burlón: «¿De verdad creen que pueden asustarnos así? ¡Llevamos siglos en este negocio!».
Rosa, sin perder su energía, se acercó. «¡Entonces, únete a nuestra fiesta! ¡No hay necesidad de tener miedo!» Al escuchar la invitación, los fantasmas, sorprendidos, comenzaron a arrimarse a la diversión. La música sonó más fuerte y las risas se multiplicaron. Los niños y los fantasmas danzaron al ritmo de lo inesperado, creando una conexión que rompió el mito del miedo.
Al final, la noche terminó siendo un collage de risas, dulces compartidos y muchos cuentos. Cuando Rosa y Lucas regresaron a casa, la luna seguía brillando, pero esta vez con un profundo sentido de alegría y amistad. Rosa miró a Lucas y dijo, «Quien haya dicho que los fantasmas dan miedo, seguro no los conocía».
Moraleja del cuento «El disfraz que asustó a los fantasmas en Halloween»
A veces, el verdadero miedo solo se puede desvanecer con una sonrisa y la invitación a la amistad. ¡No todos los seres que parecen aterradores son en realidad lo que parecen!