El murciélago y el hechicero del castillo abandonado
En la cima de una colina, rodeado por un denso bosque de robles centenarios, se alzaba el castillo abandonado de San Álvaro. Las gentes del pueblo cercano contaban historias siniestras sobre el lugar, susurrando al caer la noche sobre un antiguo hechicero que había sido desterrado allí por su manipulación de las artes oscuras. A pesar del aire siniestro que envolvía el castillo, a menudo se avistaba un enjambre de murciélagos que sobrevolaban las almenas, alimentando la ya creciente leyenda.
Uno de estos murciélagos, conocido entre sus iguales como Rómulus, era notablemente más osado y curioso. Su pelaje negro como la obsidiana y sus ojos brillantes como pequeñas lunas reflejaban una inteligencia insólita. Durante años había volado en torno al castillo, su hogar natural, fascinado por las historias que los aldeanos compartían con temor reverencial.
Rómulus vivía una vida tranquila en compañía de su amante, Lucinda, una murciélaga de alas gráciles y elegance abrumadora. Su amor radiaba en cada vuelo conjunto bajo las estrellas, envolviéndolos en un ballet aéreo sublime que iluminaba las noches más oscuras. Pero Rómulus no podía escapar de la curiosa atracción que sentía hacia aquel misterioso castillo.
Una noche, la oscuridad se cernió sobre el bosque con una espesura inusual. La luna se ocultaba tras nubarrones pesados y el viento murmuraba en susurros antiguos. Rómulus sintió una llamada, una atracción inexplicable hacia las profundidades prohibidas del castillo. Contra los ruegos de Lucinda, quien temía por su seguridad, decidió investigar.
Voló entre las torres y muros desmoronados, deslizándose con sigilo felino por corredores donde el polvo se acumulaba en tapices olvidados. Fue entonces cuando, en el corazón del castillo, encontró una puerta de madera enmohecida, entreabierta y acogedora en su misterio. Rómulus la empujó suavemente, y se adentró en una sala oculta.
Aquella sala albergaba un laboratorio mágico. Bajo la débil luz de unos candelabros antiguos, refulgían frascos de elixires brillantes y manuscritos embebidos en talismanes arcanos. En el centro, una figura encorvada y envuelta en ropas oscuras trabajaba con diligencia sobre una mesa de piedra. Era el hechicero Ernesto, desterrado del mundo exterior por sus peligrosos conocimientos.
Ernesto levantó la vista, sorprendido por la presencia de Rómulus. “¿Quién osa perturbar mis estudios?” preguntó con una voz profunda y reverberante.
“Soy Rómulus, el murciélago del bosque”, respondió el animal con una firmeza inesperada para su diminuto tamaño. «He venido a descubrir el misterio que rodea tu existencia.»
Ernesto, intrigado por la valentía y la capacidad de hablar de Rómulus, decidió invitarle a compartir su sabiduría y los secretos ocultos del castillo. Durante meses, el murciélago acudió cada noche, aprendiendo sobre encantamientos, pociones y la historia olvidada del lugar. En esa sinergia, ambos se enriquecieron, forjando un lazo inquebrantable y trascendental.
A medida que Rómulus crecía en conocimiento, compartía sus descubrimientos con los murciélagos del bosque. Estos relatos llegaban más allá, hasta Lucinda, quien comenzaba a inquietarse menos por su amado al percibir el cambio positivo en su espíritu. La sabiduría adquirida por Rómulus también tuvo un impacto benéfico en la vida de su comunidad, curando enfermedades y repeliendo amenazas.
Una noche, sin embargo, algo inexplicable e irremediable ocurrió. Unos aldeanos, empujados por el miedo y la superstición, armaron una expedición para invadir el castillo y destruir al hechicero que creían malvado. Con antorchas y herramientas afiladas, ascendieron la colina, decididos a culminar lo que consideraban una amenaza ancestral.
Lucinda, alarmada por las sospechas errantes en el viento, voló con rapidez al castillo para advertir a Rómulus y Ernesto. “¡Rómulus, Ernesto, rápido, están subiendo!” gritó desesperada, súbita en su determinación. Ernesto tomó la situación con gravedad, consciente del peligro que se avecinaba.
“No podemos enfrentarlos ciegamente”, dijo Rómulus, “pero juntos, quizás podamos revertir su temor infundado”.
Ernesto asintió y, con la ayuda de Rómulus y Lucinda, esparció un hechizo por el castillo. Las antiguas runas empezaron a brillar y susurros de recuerdos benignos llenaron la atmósfera. Cuando los aldeanos irrumpieron, encontraron ante ellos no un ser maligno, sino seres envueltos en luz y conocimiento.
Ernesto les habló con sabiduría, mostrándoles cómo había utilizado su magia solamente para el bien desde su exilio, ayudando incluso al propio bosque y sus criaturas. Los aldeanos, impresionados por la veracidad y el poder pacífico del hechicero, comenzaron a cuestionar sus propias supersticiones.
Finalmente, atemorizados pero también inspirados por la verdad descubierta, los aldeanos aceptaron a Ernesto y su castillo entre las leyendas locales no como una amenaza, sino como un santuario de sabiduría y magia defensiva. Los que antes buscaban destruir lo desconocido, decidieron preservar aquello que podía sumarse a su propia fortaleza cultural y ecológica.
Con el tiempo, tanto los murciélagos como los aldeanos encontraron que, mediante la colaboración y el entendimiento, habían logrado un equilibrio propicio. Rómulus y Lucinda siguieron siendo líderes respetados entre los suyos, habiendo demostrado cómo el conocimiento y el coraje podían forjar nuevas alianzas.
Ernesto, por su parte, ahora vivía cada día como un respetado guía, ayudando tanto a humanos como a criaturas nocturnas con sus enseñanzas humildes y su presencia meditabunda. El castillo de San Álvaro ya no estaba abandonado, sino que latía con el pulso de un nuevo amanecer, cimentado en sabiduría y paz.
Moraleja del cuento «El murciélago y el hechicero del castillo abandonado»
La verdadera magia nace de la comprensión y la colaboración entre distintos mundos. Cuando vencemos el miedo y nos aventuramos a conocer al otro, encontramos riquezas ocultas y fuerzas compartidas que pueden transformar cualquier oscuridad en luz. No hay hechizo más poderoso que el del entendimiento y el respeto mutuo.