El perro y su reflejo
En un pequeño valle rodeado de colinas verdes y frondosos bosques, vivía un perro llamado Max. Era un pastor alemán de porte noble, con un pelaje que brillaba bajo la luz del sol y unos ojos marrones que reflejaban una inteligencia incuestionable. Max era conocido en todo el valle por su lealtad y valentía, y era el guardián de la finca de Don Javier, un agricultor bastante querido por los habitantes de la región.
Una fresca mañana de primavera, mientras Max hacía su ronda matutina, encontró un hueso más grande y jugoso de lo que jamás había visto. Sus dientes blancos y afilados lo agarraron con fuerza, y con un aire de autosuficiencia empezó a caminar hacia el estanque del bosque, una pequeña joya escondida donde solía descansar.
En el camino, se cruzó con su buen amigo Galleta, un travieso gato siamés de ojos azules y pelaje fino. Galleta era conocido por su astucia y su inagotable curiosidad. Al ver a Max con el inmenso hueso, no pudo evitar hacer un comentario.
—¡Caramba, Max! Ese hueso parece sacado de un cuento. ¿Dónde lo encontraste? —preguntó Galleta mientras jugueteaba con una hoja en el suelo.
Max meneó la cola y sonrió con su boca llena.
—Lo encontré cerca del granero. Creo que alguien lo dejó allí por casualidad —respondió Max con algo de orgullo en la voz.
Galleta, siempre el bromista, añadió:
—No lo pierdas de vista, Max. Ya sabes cómo son esos cuervos ladrones que merodean por aquí.
Max soltó un gruñido comprensivo, pero en el fondo no pudo evitar una pequeña risa. Continuó su camino hacia el estanque, disfrutando de la suave brisa que acariciaba su pelaje. Al llegar, se detuvo a mirar su reflejo en el agua clara y tranquila.
Mientras admiraba su reflejo, algo insólito sucedió. En lugar de su propia imagen, lo que veía era otro perro, idéntico a él, pero con un hueso aún más grande y jugoso. Max se quedó petrificado por un momento, y su mente se llenó de codicia.
—¡Ese hueso se ve mucho mejor que el mío! —pensó Max, decidiendo que debía tenerlo.
Sin pensarlo demasiado, abrió la boca para ladrar y asustar al otro perro. En el mismo instante, el hueso que llevaba se liberó de sus fauces y cayó al agua, hundiéndose rápidamente en el fondo del estanque. Con ojos llenos de desconcierto, Max vio desaparecer su preciado hallazgo.
Acudieron imágenes en su memoria, recordando las palabras de su abuelo, un veterano perro pastor.
—Max, siempre recuerda que a veces, lo que vemos no es más que un hermoso engaño de la naturaleza. Cuida tus posesiones y no dejes que la avaricia nuble tu juicio.
Max buscó el hueso en el agua, pero todo fue en vano. Desilusionado, decidió regresar a la finca de Don Javier. En el camino, se encontró nuevamente con Galleta, quien inmediatamente notó la ausencia del hueso.
—¿Pero qué ha pasado, Max? ¿Dónde está tu tesoro? —preguntó el gato con un tono mezcla de sorpresa y diversión.
Max, con la cabeza baja y las orejas caídas, confesó:
—Fui engañado por mi propio reflejo en el estanque. Pensé que veía a otro perro con un hueso mejor, intenté asustarlo y perdí el mío en el proceso.
Galleta, con su sabiduría felina, maulló con compasión:
—La codicia y el afán de tener lo que no necesitamos, Max, puede jugarnos malas pasadas. A veces, lo que tenemos ya es más que suficiente.
Esa noche, Max se acurrucó en su cama junto a la chimenea, reflexionando sobre lo ocurrido. Decidió que a partir de ese momento, siempre valoraría lo que tenía y no permitiría que la avaricia lo cegara.
Los días pasaron, y pronto la historia de Max y su hueso perdido se convirtió en una anécdota popular entre los animales del valle. Incluso, los pájaros cantaban una melodía sobre la lección aprendida, recordando a todos la importancia de ser conscientes de nuestras necesidades reales.
Sin embargo, un día, llegó una sorpresa inesperada. Mientras Max hacía su ronda habitual, encontró otro hueso, exactamente igual al primero que perdió. Estaba justo en el mismo lugar, cerca del granero. Esta vez, Max decidió no ser egoísta y compartir su hallazgo con Galleta y otros amigos.
Galleta, al ver el gesto noble de Max, exclamó con alegría:
—¡Sabía que habías cambiado, viejo amigo! Este hueso es grande, pero tu corazón y tu sabiduría lo son aún más.
Desde aquel día, Max y sus amigos aprendieron a valorar las pequeñas cosas y a compartir lo que tenían. La bondad y la generosidad florecieron en el valle, haciéndolo un lugar aún más especial y lleno de armonía. Y así, con el sol filtrándose entre los árboles y el eco de risas y ladridos felices en el aire, la vida continuó, llena de sabiduría y camaradería.
Moraleja del cuento «El perro y su reflejo»
Aprendemos que la codicia y el deseo de tener lo que pertenece a otros pueden llevarnos a perder lo que ya poseemos. Es fundamental valorar y agradecer lo que tenemos antes de dejar que la avaricia nuble nuestro juicio. Comparte tus bienes y riquezas, pues en la generosidad y la bondad, se encuentra la verdadera felicidad y prosperidad.