El pollito curioso y el secreto del árbol
Una piedra que late bajo la tierra, un corazón diminuto que late más rápido al oído de quien sabe escuchar.
Nadie supo por qué, hasta que un pollito amarillo decidió aventurarse más allá del corral y descubrió que, a veces, el verdadero latido no se encuentra en un tesoro… sino en quien está dispuesto a oírlo.
Pedrito era un pollito de plumón dorado y voz suave, tan pequeño que el sol jugaba a hacerse grande cuando él se acercaba.
Su curiosidad no era un simple capricho: era el motor que encendía su corazón.
Desde que rompió el cascarón, aprendió a observar los gestos de los demás: la gallina Clara, su madre, tejía con cada mirada un manto de amor y preocupación; Marta, la ardilla, guardaba en su pecho un miedo secreto a los declives; Benito, el conejo, soñaba con túneles seguros para no sentirse vulnerable.
La granja despertaba al filo del alba: el rocío titilaba en las hierbas, y el viento traía ecos de un bosque cercano.
A un lado, los campos de trigo ondulaban como olas doradas; al otro, un muro de robles y hayas ofrecía un refugio desconocido.
En el corral, los demás pollitos graznaban sin más preocupación que encontrar un grano; Pedrito sin embargo, fruncía el ceño con disimulo, preguntándose qué secretos susurraban las hojas.
Desarrollo: aventura con tensión y diálogos dinámicos
—Mamá, ¿y si esa voz en el bosque pide ayuda? —inquirió Pedrito, mientras Clara remoloneaba junto al comedero.
—No te salgas del corral, cariño —respondió ella, con el brillo de la angustia en las pupilas—. Pero sé que a veces la curiosidad duele más que el silencio.
Impulsado por aquel miedo y esperanza mezclados, Pedrito se adentró bajo el dosel de hojas.
El aire olía a tierra húmeda y a musgo antiguo.
Una brisa barrió las ramas y, de pronto, el tronco del roble se abrió como un portón.
—Pedrito —susurró Don Roble—, el latido que percibes cruza estanques y cuevas. Acompáñalos.
Primero llegaron a un puente de lianas: crujía bajo sus pasos.
Marta, apretándose el pecho, notó cómo un vértigo antiguo luchaba por contenerse.
—Ven, Marta, no mires abajo —susurró Pedrito—. Yo estoy aquí.
Con esfuerzo y la palabra suave de Pedrito, la ardilla superó su miedo y juntos cruzaron.
Luego hallaron un laberinto de raíces: Benito, con el ceño fruncido, aspiró el aire.
—Por aquí —indicó con voz temblorosa—. Huelo húmedo y musgo fresco.
Guiados por su instinto, sortearon cada curva.
Cuando todo parecía confuso, una tenue luz brotó del suelo: una inscripción tallada invitaba a cantar una melodía antigua.
—¿Tú sabes alguna canción, Pedrito? —preguntó Marta con ojos brillantes.
—La que mi madre cantaba para dormir —respondió él, y entonó un verso suave.
Las raíces se apartaron, revelando un claro iluminado.
Allí, Severino el búho los esperaba en silencio.
—Habéis demostrado valor y atención —dijo el búho—. Pero queda una última prueba: un acto de bondad sin esperar recompensa.
Un llanto surcó el aire: una paloma herida yacía junto a un arroyo cristalino donde el reflejo de la luna danzaba.
—No sigamos hasta ayudarla —propuso Pedrito con firmeza.
Marta corrió en busca de bayas curativas; Benito recolectó ramitas y hierbas.
Pedrito posó su plumón tibio sobre el ala frágil de la paloma, tarareando la nana que había aprendido.
A cada nota, el pequeño pájaro recobró fuerzas.
Cuando alzó el vuelo, la paloma dejó caer unas plumas luminosas, que al tocar el agua formaron un puente translúcido hacia una roca en el centro del claro.
—El camino estaba en vuestro cuidado —se oyó la voz de Severino—. El verdadero latido late en el pecho de quien da sin esperar.
Avanzaron juntos por el puente de plumas. Al tocar la roca, ésta se estremeció y reveló el medallón con el grabado de un corazón.
—Este es vuestro tesoro —concluyó Don Roble—. Llevadlo con vosotros y recordad siempre lo que habéis hecho anoche.
La aventura, intensa y llena de matices, selló un vínculo inquebrantable entre Pedrito, Marta y Benito.
Nunca más dudaron de que la amistad, el coraje y la bondad eran el mejor de los tesoros.
Al despertar la luna, la paloma alzó vuelo.
Al hacerlo, rozó la roca y ésta se apartó, revelando un hueco donde latía un pequeño medallón.
No había oro, sino un fino disco metálico con un grabado diminuto: un corazón.
—El latido que oíste era este símbolo de amistad y bondad —explicó Don Roble, emergiendo en un susurro de hojas—. Quien cuide de los demás, descubrirá el tesoro de la vida.
Pedrito guardó el medallón junto al corazón.
Regresaron a la granja con la certeza de que, a veces, el verdadero misterio no era una promesa de riquezas, sino el eco de un gesto desinteresado.
Moraleja del cuento «El pollito curioso y el secreto del árbol»
Cuando tendemos alas de ternura y abrimos el pecho al cuidado del otro, escuchamos el latido más valioso que existe.
No es un tesoro de oro, sino el eco de la bondad compartida, capaz de transformar cualquier aventura en un regalo de vida.
En esta historia, Pedrito nos enseñó que al afrontar desafíos con valentía y al cuidar de los demás, encontramos el más preciado tesoro: la paz y la felicidad en nuestros corazones.
Abraham Cuentacuentos.