Cuento: El relojero del tiempo congelados

Cuento: El relojero del tiempo congelados 1

El relojero del tiempo congelado

En un tranquilo pueblo donde las manecillas del reloj parecían danzar al ritmo del viento, vivía un relojero de mirada serena y manos sabias.

Felipe era conocido por todos, no solo por sus habilidades para reparar cualquier mecanismo horario, sino por el secreto que, sin querer, custodiaba: dicen que sus relojes podían congelar los momentos más preciados de sus portadores.

Una mañana de suave brisa y cielo azul, llegó a su tienda Isabella, una joven de semblante alegre y ojos que reflejaban la luz del mar.

«Buenos días, señor Felipe. He oído que sus relojes pueden guardar nuestros instantes más queridos. ¿Es eso cierto?», preguntó con voz que entonaba una curiosa melodía.

Felipe, con una sonrisa que ya conocía la pregunta, le respondió, «Aquellos que aman de verdad, encuentran en el tic-tac un compañero imbatible que guarda sus recuerdos. Dime, ¿cuál es el momento que desearías conservar para siempre?»

Isabella, suspirando suavemente por la nostalgia de un recuerdo aún fresco, confesó que su corazón aún latía al son de los días que pasó junto a su amigo de la infancia, Nicolás, que recientemente había partido muy lejos, dejando un hueco imposible de llenar con las simples agujas de un reloj.

El relojero, entendiendo el dolor que el tiempo puede causar, eligió para ella un pequeño reloj de bolsillo, con bordes suavemente tallados y el pulso justo para acompañar un corazón herido.

«Cuando lo lleves contigo, siente la cadencia de sus segundos como si cada uno fuera un paso más cerca del reencuentro», le dijo a Isabella, mientras ella sostenía el reloj entre sus manos con una mezcla de esperanza y melancolía.

Los días pasaban, y aunque Isabella mantenía cerca su reloj, la distancia con Nicolás era un invierno que no lograba derretir.

Pero un hecho inesperado estaba por ocurrir, justo cuando el invierno cedía su lugar a la primavera…

Aquel día, mientras el pueblo se adornaba con los primeros brotes de las flores, un desconocido de paso, observó a Isabella sentada junto a la fuente del centro, su rostro reflejado en el agua cristalina, mientras que sus dedos acariciaban el reloj que Felipe le había entregado.

El desconocido, llamado Emiliano, poseía el don de escuchar los susurros del viento y leer las historias que los corazones esconden.

Se acercó a Isabella y con respeto, le preguntó si podía compartir el banco de piedra con ella.

Isabella, con una sonrisa, asintió, y no pasó mucho tiempo antes de que ambos comenzaran a compartir anécdotas y risas, dejando que sus almas tejieran una conexión imprevista.

Emiliano, cautivado por el brillo de aquel reloj y la historia que Isabella relataba, sintió el impulso de revelar su raro talento. «Isabella, el tiempo es un río que fluye, pero también es el viento entre las hojas y la mirada cómplice entre dos desconocidos.

Permíteme contarte lo que he oído sobre ti y este reloj,» dijo Emiliano con voz que parecía traer consigo la magia de los elementos.

Isabella, intrigada y emocionada, escuchó cómo Emiliano narraba su amor por Nicolás y la amistad que había perdurado a través de los años, a pesar de las sombras de la ausencia.

Felipe, el relojero, muchas veces había observado escenas como esta desde la ventana de su tienda, pero esta le pareció especialmente conmovedora.

Él sabía que los relojes no solo marcaban el tiempo, sino que también podían unir destinos.

Días más tarde, mientras Isabella y Emiliano cultivaban una amistad adornada con confidencias y caminatas bajo los cielos pintados de atardeceres, un mensaje llegó inesperadamente a manos de la joven. Era una carta de Nicolás.

Él le contaba cómo en la distancia había comprendido el valor de su amistad y cómo deseaba verla de nuevo.

El corazón de Isabella, que latía acompasado por la esperanza y la dulzura de un nuevo amigo, ahora se encontraba ante el asombroso giro que el destino le brindaba.

En la carta, Nicolás relataba cómo en sus viajes había conocido a un viejo sabio quien le habló de los lazos invisibles que el tiempo no puede borrar, pero también de aquellos que se forman en el camino y son igual de importantes.

Con la primavera en su plenitud y el pueblo floreciendo en un abrazo de colores, Isabella decidió compartir la noticia con Emiliano, quien la recibió con una alegría genuina.

«El amor y la amistad no compiten, coexisten en el jardín de nuestra existencia,» le dijo mientras caminaban por las calles que se llenaban del perfume de las flores.

Y así llegó el día en que Nicolás regresaría al pueblo. Isabella, acompañada por Emiliano y con el reloj que Felipe le había dado firmemente entre sus dedos, esperaba en la estación de trenes, donde los abrazos y las despedidas habían tejido una historia que llenaba el aire de nostalgia y esperanza.

Cuando Nicolás bajó del tren, el tiempo pareció detenerse. Un abrazo largo y sincero marcó el reencuentro de dos almas que habían viajado a través del tiempo y la distancia para encontrarse de nuevo.

La celebración en el pueblo fue emotiva, y Felipe, el relojero del tiempo congelado, sonrió desde lejos, observando cómo el amor y la amistad se entretejían en una danza eterna.

Con Nicolás de vuelta y Emiliano como nuevo amigo, Isabella comprendió que su reloj no solo había congelado un instante, sino que había iniciado un cuento que aún tenía muchas páginas en blanco por escribir.

Los días transcurrieron y la amistad entre los tres se fortaleció, convirtiéndose en una tríada imposible de separar.

La historia de Isabella, Nicolás y Emiliano se convirtió en leyenda, y Felipe, el viejo relojero, en mensajero del tiempo, cómplice de un amor que supera todas las barreras.

Una tarde, mientras el sol se escondía tras los montes, Emiliano dijo a los amigos, «El tiempo nos dio la oportunidad de tejer un tapiz con hilos de distintos colores y texturas, y cada uno de nosotros ha aportado su propia hebra.

Gracias por ser parte de mi tiempo.» Isabella y Nicolás asintieron y reconociendo su propia gratitud, se unieron en un abrazo que era un pulso de eternidad.

Moraleja del cuento Cuento de amor y amistad: El relojero del tiempo congelado.

La amistad y el amor son hilos de oro en el tejido del tiempo; aunque el reloj siga su curso, son esos lazos los que nos sostienen y dan sentido a cada tic-tac.

En la relojería de la vida, los momentos compartidos son los que verdaderamente congelamos en la memoria, más allá de cualquier distancia o silencio, en el coherente latido del amor y la vida compartida.

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