El taller oculto de Santa Claus
En la aldea solitaria del extremo norte, cubierta por mantos de nieve inmaculada y oculta a cualquier mapa humano, se encontraba el taller más secreto de Santa Claus.
A diferencia del conocido por el común de los mortales, este lugar atesoraba los deseos más singulares de niños con imaginación desbordante, para quienes una simple muñeca o un tren de juguete no bastaban ya.
Santa Claus, con su mirada chispeante tras gruesas gafas y su barba más blanca que la propia nieve, dirigía con destreza y amor el incesante ir y venir de los elfos especialistas, aquellos asignados a la tarea de dar vida a deseos extravagantes y preciosos.
Tim, un elfo de mirada curiosa y manos habilidosas, había llegado a ese taller oculto tras demostrar un talento único en la creación de juguetes imposibles.
Pronto, se convirtió en el encargado de llevar a cabo el deseo de una pequeña llamada Valeria, que había escrito con plumas de colores: «Quiero un dragón que me acompañe en mis sueños».
Mientras tanto, en un pueblo no tan lejano, Valeria imaginaba universos paralelos sentada junto al hogar cálido de su casa.
Sus ojos castaños destellaban ilusión al narrar historias a su hermano Andrés, esperando que alguna de sus fabulaciones se hiciera realidad.
De regreso en el taller, Tim trabajó durante días y noches, su frente se fruncía por la concentración hasta que finalmente, ante el asombro de todos, un pequeño dragón de escamas celestes y ojos como joyas tomó aliento.
Pero no era un juguete cualquiera. Movía grácilmente sus alas y poseía la facultad de tejer sueños al antojo de su dueña.
La víspera de Navidad, cuando las estrellas brillaban como guiños cómplices del cielo, Santa abordó su trineo con el dragón cuidadosamente acomodado en un compartimento secreto.
El viento soplaba con un frío placentero y la emoción de la noche buena perfilaba cada rincón del mundo.
Valeria, vestida ya con su pijama de franela y patrones de renos saltarines, dejaba escapar bostezos mientras se aferraba a la última página de su cuento.
Andrés dormía ya plácidamente en la cama contigua. Las luces del árbol titilaban, susurrándole que era la hora de cerrar los ojos y soñar con lo imposible.
Sin embargo, mientras el sosiego nocturno se apoderaba de la casa, una chispa de magia aguardaba justo en el umbral de su habitación.
El tañido de una campana anunciaba la llegada de Santa; con sigilo, depositó el dragón junto a la almohada de Valeria y, con un guiño que ningún mortal podía ver, regresó a su trineo.
El dragón, ahora vivo y consciente de su misión, observaba sereno a la niña.
Sus pequeñas fosas nasales exhalaron un aliento cálido y pinceladas fantásticas comenzaron a danzar en la cabecita de Valeria, trenzando sueños de aventuras donde ella era la protagonista, volando sobre paisajes ultraterrenos y conversando con estrellas parlantes.
Al amanecer, Valeria despertó con una sonrisa ensanchada por el asombro. Sus manos se toparon con escamas suaves y una mirada llena de ternura la recibió de vuelta al mundo real.
Andrés, aún adormilado, se unió a la estupefacción al contemplar al pequeño ser que bostezaba radiante bajo los primeros rayos del sol.
«Él es Azura», dijo Valeria, como si siempre hubiera sabido el nombre de su nuevo amigo, «y viajaremos por mundos donde la esperanza nunca se desvanece».
Andrés, con su escepticismo de hermano mayor disuelto, asintió con una promesa tácita de proteger aquel milagro.
En los días siguientes, el rumor sobre Valeria y su dragón Azura se esparció por el pueblo como una melodía alegre.
La gente venía de todos los rincones tan solo para atisbar a la criatura mágica que reposaba en el hombro de la niña mientras ella narraba cuentos de otros mundos, su voz convirtiéndose en el hilo conector entre la realidad y lo fantástico.
La magia de Azura, sin embargo, no solo radicaba en la pespunteada de sueños, sino también en su capacidad de inspirar a quienes le escuchaban.
El pueblo entero empezó a cambiar; las risas eran más frecuentes, los corazones más cálidos, y la inspiración brotaba en los rincones más inesperados.
El taller oculto de Santa celebraba la obra bien hecha con júbilo y timbales.
Aunque no todos pudiesen ver el laboratorio de milagros, sabían que en algún lugar, un niño estaría abrazando su sueño hecho realidad esa Navidad.
Muchos años después, Valeria, ya convertida en una joven escritora de cuentos infantiles, miraba a través de la ventana cómo los copos de nieve tejían un manto blanco sobre la aldea que alguna vez fue la cuna de su inspiración.
Azura, más sabio y aún lleno de sueños, reposaba sobre su escritorio, testigo de las aventuras eternas que la joven plasmaba en papel.
Las luces, las risas y los abrazos seguían siendo los protagonistas de cada Navidad y, aunque los niños del pueblo solo podían soñar con tener un amigo tan único como Azura, comprendieron que los sueños podían encontrarse en los lugares más insospechados y que la magia verdadera radicaba en creer en lo imposible.
Azura nunca envejeció, y Valeria nunca dejó de soñar.
El taller oculto de Santa, aún desconocido para la mayoría, continuó su labor de amor y fantasía, y cada juguete, cada deseo materializado, era un testamento de que la magia de Navidad no se apaga nunca, pues reside en los corazones dispuestos a recibirla año tras año.
Moraleja del cuento El taller oculto de Santa
La verdadera magia de la Navidad no se mide por los obsequios que podemos tocar, sino por los sueños que se hacen realidad y el amor que compartimos.
Cree en lo inesperado, nutre tu imaginación y permite que el espíritu de la Navidad ilumine no solo una noche, sino todos los días de tu vida.
Abraham Cuentacuentos.