Cuento: «El vampiro vegetariano y su huerto mágico»

Dirigido principalmente a niños y niñas de 4–8 años, ideal para lectura en voz alta; también disfrutable por lectores independientes de 8–12 años. Cuenta la historia de Víctor, un vampiro que bebe verduras y cuida un huerto mágico, y junto a cinco niños supera prejuicios para convertir el miedo en comunidad y celebración.

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Revisado y mejorado el 30/10/2025

Dibujo en acuarela de Halloween con colinas verdes, calabazas sonrientes, fantasmas adorables, caramelos gigantes y castillos oscuros.

El vampiro vegetariano y su huerto mágico

El vampiro que no daba miedo y su jardín con sabor a magia

Había una vez, no tan lejos de aquí, un lugar donde los tejados se inclinaban como si susurrasen secretos al viento.

Allí, en un pueblo de nombre curioso —Cuentos del Bosque—, octubre siempre traía algo más que hojas secas y calabazas.

Traía ilusión, misterio… y una pizca de miedo divertido.

Las farolas se adornaban con murciélagos de papel.

Las puertas olían a galletas recién horneadas.

Y cada niño se vestía como su monstruo favorito: una bruja que volaba en patinete, un zombi con calcetines de colores, un fantasma con gafas de sol.

Pero en lo alto de una colina solitaria, justo donde el viento parecía detenerse para escuchar, vivía Víctor, un vampiro muy, muy peculiar.

No bebía sangre.

No dormía en ataúdes.

Y lo que más adoraba en el mundo eran… las berenjenas.

Sí, berenjenas.

Y calabazas, y zanahorias, y acelgas que crecían como si cantaran bajo la tierra.

Víctor era alto y delgaducho, con la piel blanca como la leche sin hervir y unos colmillos tan afilados como los lápices nuevos.

Llevaba capa, claro.

Pero en lugar de negra, era verde con dibujos de tomates.

Por las mañanas cuidaba su huerto con mimo, y por las tardes hablaba con sus plantas, que —nadie lo creería— le respondían.

No todo el mundo se atrevía a acercarse a su mansión, cubierta de enredaderas y de rumores.

Porque aunque nunca había hecho daño a nadie, ser diferente daba miedo a algunos.

Hasta que una tarde, el destino —y cinco niños valientes— decidió cambiar las cosas.

Una curiosidad disfrazada de miedo

Víctor regaba sus tomates arcoíris cuando escuchó un crujido.

Al otro lado del seto, cinco caritas lo espiaban con la emoción de quien cree haber descubierto un secreto de verdad.

—¡Eh, vampiro! —gritó uno—. ¿Es cierto que comes… verduras?

El vampiro dejó caer la regadera.

La tierra suspiró.

—¡Por supuesto! —respondió con una sonrisa que no daba miedo, sino ganas de reír—. ¡Las verduras son lo más delicioso del mundo! ¿Nunca habéis probado una calabaza que se ríe?

Los niños se miraron.

Jacob, el que había hablado, era valiente por fuera, pero su corazón latía como un tambor asustado.

Lía, la más pequeña, tenía los ojos muy abiertos y las manos escondidas en las mangas.

Mateo, Sofía y Bruno no sabían si correr o quedarse a escuchar.

Víctor no se movió.

Solo extendió el brazo y señaló el portón de madera.

—Si queréis, puedo enseñaros mi jardín. Hay magia allí. Pero solo funciona si venís con las manos limpias y los ojos abiertos.

Lía fue la primera en acercarse.

—¿Brillan de verdad? ¿Las verduras?

—Brillan si las miras con hambre de aventuras —respondió Víctor, bajando la voz como si contara un secreto de abuela.

Y lo que vieron después no estaba en ningún cuento.

Víctor y los niños del huerto encantado

El portón se abrió con un chirrido que sonó como una risa vieja.

Al otro lado, los niños se quedaron boquiabiertos.

Aquel no era un huerto cualquiera: era un festival de colores, olores y susurros.

Las calabazas eran enormes y anaranjadas, con caritas sonrientes talladas de forma natural.

Las zanahorias asomaban del suelo moviendo sus hojas como si saludaran.

Y los guisantes, ay los guisantes, parecían burbujas de esmeralda que se reían al explotar suavemente entre los dedos.

Sofía, que siempre había tenido la cabeza en las nubes, tocó una lechuga que murmuraba nanas.

Mateo, el más escéptico, se quedó embobado al ver cómo un pimiento cambiaba de color cada vez que le hablaban.

—¿Cómo haces esto? —preguntó Bruno, sin dejar de mirar una berenjena que flotaba a pocos centímetros del suelo.

Víctor se encogió de hombros y sonrió.

—El secreto no está en la tierra. Está en cómo la tratas. Este huerto crece con respeto, cariño… y un poco de música de acordeón, los jueves por la tarde.

Los niños se echaron a reír, sin saber si lo decía en serio o no.

Y así comenzó la tarde más extraña, divertida y sabrosa de sus vidas.

Víctor les enseñó a sembrar semillas mágicas: unas parecían caramelos, otras se derretían si no las tratabas con dulzura.

Limpiaron la tierra de malas hierbas que susurraban quejas cuando las arrancaban, y aprendieron a escuchar el ritmo del jardín, que tenía su propio latido.

—¿Sabéis qué? —dijo Jacob mientras regaba unos tomates que hacían cosquillas al tacto—. Nunca pensé que me gustaría ensuciarme las manos.

—Ni que un vampiro supiera cocinar —añadió Lía, que ya había probado tres tipos de zanahoria.

Porque sí: tras el trabajo vino la recompensa.

Víctor encendió un pequeño horno de piedra y les preparó galletas de calabaza con pepitas de chocolate negro, su receta estrella.

También hizo chips de remolacha crujiente, sopa morada que cambiaba de sabor en la boca y una limonada verde que hacía que te brillaran los dientes durante un minuto.

—Todo natural —decía él, relamiéndose—. Aquí no usamos pociones, solo paciencia.

Los niños no querían irse.

Ni el sol quería marcharse.

Pero la noche caía despacito, y con ella llegaba el día más esperado: Halloween.

—¿Y si este año hacemos la fiesta aquí? —propuso Sofía, con los ojos chispeando de emoción.

—¿Aquí…? ¿Con todos los niños del pueblo? —preguntó Mateo.

Víctor se giró lentamente hacia ellos, con la capa agitada por una brisa de ilusión.

—Será un Halloween distinto. Sin miedo. Sin trucos. Solo trato: yo os doy un festín, y vosotros traéis las ganas de compartir.

Y así, sin más hechizo que el cariño, comenzaron los preparativos.

Cortaron calabazas con formas nuevas: estrellas, corazones, notas musicales.

Hicieron guirnaldas con hojas del huerto, tejieron telarañas de hilo brillante, y prepararon cestitas con chuches vegetales que crujían al morderlas como si contaran secretos.

Esa noche, el huerto se iluminó como si el cielo hubiera bajado para quedarse a cenar.

Una noche de risas y raíces

La luna subió despacio, como si no quisiera perderse ni un detalle.

El huerto de Víctor brillaba bajo un manto de luces, calabazas resplandecientes y risas que se enredaban entre las ramas.

Los primeros en llegar fueron los hermanos Pérez, disfrazados de dragones glotones.

Luego vino Valeria con su madre, ambas vestidas de brujas rosas.

Después, decenas de niños, algunos con miedo aún en los ojos, pero todos atraídos por el olor a galletas y el rumor de algo especial.

Y sí: era especial.

Víctor los recibió con una reverencia exagerada y un sombrero ridículo lleno de perejil.

Les mostró el huerto, les ofreció a probar chucherías que no se pegaban a los dientes y juegos como “la carrera de calabazas saltarinas” y “adivina qué verdura canta”.

Cuando llegó la hora de contar historias, los niños se acomodaron entre hileras de tomates luminosos.

Víctor, con su voz pausada y ojos brillantes, les habló de su primer tomate, de la berenjena que salvó su vida, y de cómo descubrió que ser vampiro no significaba tener que dar miedo.

—Un día entendí que no necesitaba ser como los demás esperaban. Bastaba con ser útil. Y amable. Y honesto.

Silencio.

Un silencio bueno.

De los que llenan.

—¿Y nunca te has sentido solo? —preguntó Lía, desde el regazo de su calabaza favorita.

Víctor miró el cielo y luego a sus nuevos amigos.

—Antes sí. Ahora… creo que no tengo espacio para la soledad entre tantas risas.

Aquel Halloween no tuvo sustos.

Ni carreras.

Ni gritos falsos.

Tuvo sopa caliente, juegos compartidos, confesiones inesperadas y bailes entre hortalizas.

Tuvo niños que, por primera vez, se quedaron después del «truco o trato», porque nadie quería que acabara.

Y cuando, finalmente, regresaron a casa con la tripa llena y el corazón todavía latiendo al ritmo del huerto, sabían que algo había cambiado.

Desde entonces, cada octubre, el huerto de Víctor se convirtió en tradición.

Y ya no se hablaba del vampiro raro de la colina, sino del amigo que sabía cocinar la luna en forma de galleta.

Moraleja del cuento «El vampiro vegetariano y su huerto mágico»

Ser diferente no es un defecto. Es una oportunidad para sembrar algo único.

A veces, lo que nos hace raros… es lo que más puede unirnos.

Recuerda que la magia se encuentra en cada uno de nosotros, y se destaca cuando alimentamos el espíritu de la amistad.

Abraham Cuentacuentos.

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