El viaje de Santa al polo sur y una aventura en el hielo
Era la víspera de Navidad y el Polo Norte brillaba con luces de colores que contrastaban con el blanco inmaculado de la nieve.
Mientras los elfos daban los últimos toques a los juguetes, Santa se preparaba para su viaje anual.
Pero esa noche, una carta especial había llegado a manos de Santa, una petición de un niño del Polo Sur, una región que rara vez figuraba en su mapa.
Santa, con su barba más blanca que la nieve circundante y sus ojos chispeantes como estrellas polar, leyó la carta con atención.
«Querido Santa, mi mamá dice que vivimos en el fin del mundo y que aquí nunca llega la Navidad. Pero yo creo en ti. Mi hermano pequeño sueña con conocer la nieve y yo, simplemente, con que no se olvide de nosotros». La firma era de un tal Lucas, de apenas ocho años.
Al terminar de leer, Santa suspiró profundamente y miró a través de la ventana hacia las estrellas.
«Esto requiere de un esfuerzo extraordinario», murmuró.
Se volvió hacia su viejo amigo, el elfo jefe Tiberio, de orejas puntiagudas y ojos astutos, y compartió con él la decisión más inusual: «Este año, cambiaré mi ruta. Visitaré el Polo Sur».
Tiberio, con una sonrisa de complicidad, asintió con entusiasmo y juntos comenzaron a preparar el trineo más resistente, cargado con mantas extra y regalos que podrían abrigar los corazones más gélidos.
Incluso el reno más viejo, Rudolph, parecía entender la importancia del viaje y resplandecía su nariz con un brillo excepcional.
El viaje fue largo y estuvo lleno de desafíos.
Santa y su equipo atravesaron cielos estrellados y tormentas furiosas, pero su espíritu era inquebrantable.
Mientras tanto, en el Polo Sur, Lucas y su hermano miraban al cielo nocturno, sus rostros surcados por la esperanza de ver algo mágico.
En la pequeña aldea donde Lucas y su familia vivían, las casas estaban hechas de madera resistentes al frío y sus ventanas estaban siempre cerradas para conservar el calor.
La gente del lugar se conocía por nombres y apellidos, y la Navidad estaba marcada más por gestos de amabilidad que por grandes festividades.
«¿Crees que vendrá, Lucas?», preguntó su hermano menor con una vocecita temblorosa.
Lucas, con una mezcla de fe y duda luchando en su pecho, apretó la mano de su hermano. «Él vendrá», aseguró con más confianza de la que realmente sentía.
Y en el momento en que la desesperanza empezaba a hacer mella en los corazones de los aldeanos, una luz deslumbrante rasgó el silencio del cielo antártico.
¡Era el trineo de Santa, surcando las estrellas como un cometa ardiente!
El aterrizaje fue suave, las patas del trineo se posaron sobre la nieve virgen con la delicadeza de una pluma.
Santa descendió con su saco rojo lleno de sueños y caminó con pasos incansables hacia la casa de Lucas.
Los renos, mientras tanto, paseaban y dejaban huellas mágicas que propiciaban el crecimiento de diminutas flores de hielo.
Con un golpeteo suave en la puerta, Santa anunció su llegada.
La familia de Lucas, con los ojos llenos de asombro, abrió la puerta y allí estaba él.
«He recibido tu carta, Lucas. Y aquí estoy, para demostrar que la Navidad llega a cada rincón del mundo».
Con una sonrisa amplia y un brillo en los ojos, Santa entregó regalos y abrazos.
El hermano de Lucas recibió unos patines de nieve y un abrigo cálido, y cuando preguntó tímidamente a Santa si podía hacer nevar, el buen hombre soltó una carcajada sonora que pareció sacudir los cimientos del hogar.
«Por supuesto», dijo, y saliendo al exterior, levantó su mano.
El aire comenzó a cambiar y pequeños copos de nieve empezaron a caer del cielo despejado, bailando al son de una melodía inaudible.
La comunidad se agrupó alrededor de la casa, y lo que comenzó como curiosidad se convirtió en una celebración.
Risas y canciones de Navidad llenaban el aire, y la nieve, ahora cubriendo la aldea, traía la promesa de un mañana lleno de juegos y risas infantiles.
Santa, viendo su trabajo hecho, se preparó para partir.
Lucas, con lágrimas de gratitud resbalando por sus mejillas, abrazó a Santa fuerte.
Murmuró un «gracias» que era más un sentimiento que una palabra, y Santa, con un guiño, dijo «La magia de la Navidad vive en el corazón, Lucas. Mientras creas, estaré allí».
Y con un fuerte «¡Ho, ho, ho!» que pareció eco en los confines del mundo, Santa y sus renos partieron hacia el cielo, dejando una estela de luz y la promesa de un retorno.
La aldea, revitalizada por el espíritu navideño, decidió que cada año celebrarían la Navidad con más entusiasmo, compartiendo y recordando la noche en que Santa cambió su ruta para visitarlos.
Los niños, envueltos en mantas y con el corazón cálido, vieron desaparecer el trineo en el horizonte.
Y mientras la última estrella parpadeaba antes del amanecer, Lucas supo que tomaría el relevo de creer y compartir la magia para cuando Santa no pudiese estar.
Moraleja del cuento El viaje de Santa al polo sur
La magia de la Navidad no conoce límites ni fronteras.
Está presente en cada gesto de bondad, en cada muestra de afecto y en la fe que depositamos en los milagros del día a día.
Así como Santa cambió su ruta para cumplir un deseo sincero, nosotros podemos cambiar nuestras vidas y la de los demás con pequeños actos de generosidad.
La verdadera esencia de la Navidad se halla en la calidez de nuestros corazones y en el poder de la esperanza.
Abraham Cuentacuentos.