La bruja y el conjuro que abrió las puertas del tiempo
En el corazón de un oscuro y espeso bosque, donde los árboles parecían murmurar secretos ancestrales y la niebla se alzaba con una mística inquietud, vivía la enigmática bruja Isolda. Con su pelo largo y plateado como la noche, ojos de esmeralda brillante y una sonrisa enigmática, Isolda no era temida solo por sus poderes, sino también por su sabiduría profunda y su inmenso conocimiento sobre los antiguos conjuros. Su cabaña, una estructura de madera cubierta de musgo y plantas silvestres, se encontraba protegida por hechizos que solo ella conocía.
Isolda no vivía sola. Con ella, habitaban Mara y Hugo, sus jóvenes aprendices. Mara, una joven de cabello oscuro y ojos avellana, había llegado al bosque buscando respuestas sobre una extraña marca que había aparecido en su brazo. Hugo, un joven con rizos dorados y mirada inquisitiva, había dejado su vida en un pequeño pueblo costero para aprender a controlar sus visiones proféticas. Ambos se habían convertido en fieles compañeros de Isolda, ayudándola en la creación de pociones y la interpretación de viejos manuscritos.
Una noche de luna llena, mientras el cielo estrellado parecía bailar con la melodiosa brisa nocturna, Isolda decidió compartir una historia con sus aprendices. «Existe un conjuro, muy antiguo, que habla de un portal capaz de conectar nuestro mundo con todas las épocas posibles,» comenzó la bruja, sus ojos brillando con un fulgor misterioso. «Este conjuro es peligroso. Alterar el tiempo nunca está exento de riesgos…»
Mara y Hugo intercambiaron miradas llenas de curiosidad y temor. «¿Y has intentado realizar ese conjuro alguna vez?» preguntó Mara, incapaz de contener su entusiasmo. Isolda sonrió y negó con la cabeza. «Nunca he encontrado las palabras correctas,» respondió, enigmática. Hugo, aunque intrigado, preguntó con cautela, «¿Y por qué querríamos abrir una puerta al tiempo?»
Antes de que Isolda pudiera responder, un golpe violento resonó en la puerta de la cabaña. Los tres quedaron en silencio absoluto. Los golpes continuaron, más insistentes. Finalmente, Isolda alzó la mano, una tenue luz azul emanó de sus dedos, y la puerta se abrió revelando a una figura encapuchada. «Isolda, necesito tu ayuda,» dijo la voz ronca del extraño.
Mentorizada por el brillo de la luna, la figura se descubrió, revelando a un hombre de rasgos afilados y barba greñuda, sus ojos cargados de desesperación. «Eduardo…» susurró Isolda, reconociendo a un viejo amigo. «¿Qué te ha traído hasta aquí? ¿Qué urgencia te atormenta?» Sin más explicaciones, Eduardo relató una historia de desesperación. «Mi hija, Estela,» comenzó, su voz quebrada, «ha sido raptada por una sombra que dijo ser del pasado. Necesito el conjuro para traerla de vuelta.»
El ambiente se tornó sombrío. Isolda frunció el ceño, perdiéndose en sus pensamientos. «Si utilizamos el conjuro, todos nosotros quedaremos vulnerables ante el flujo del tiempo…» argumentó, ponderando el riesgo. Pero el amor y la desesperación en los ojos de Eduardo la conmovieron. «Lo haré,» dijo finalmente, «pero necesitamos ser cautelosos. Cada palabra debe ser exacta.»
Pasaron días hasta que los preparativos estuvieran listos. Isolda, con Mara y Hugo a su lado, reunió ingredientes raros: lágrimas de luna, polvo de estrellas y raíces de árboles ancestrales. Finalmente, en la noche más oscura del mes, el ritual comenzó. Isolda entonó palabras en una lengua olvidada, su voz se alzó en el aire creando ecos que resonaban en el inmenso vacío temporal.
De repente, una grieta luminosa apareció en la cabaña. Un vórtice que brillaba con luz cegadora se abrió, mostrando un paisaje cambiante detrás de sus destellos. Eduardo, lleno de esperanza, se adentró en el portal seguido por Mara y Hugo, guiados por el coraje y la curiosidad. Isolda, envuelta en las energías del conjuro, permaneció para mantener la puerta abierta.
A medida que avanzaban dentro del vórtice, los jóvenes aprendices y Eduardo vieron paisajes alterar ante ellos: la antigua Roma, los interminables desiertos de las eras prehistóricas, y ciudades futuristas con tecnologías inconcebibles. Finalmente, llegaron a una época oscura y nebulosa. Allí, encontraron a Estela, encadenada en una torre lúgubre.
Mara y Hugo usaron las artes aprendidas para deshacer los hechizos de las cadenas. Estela, una joven de cabellos dorados y ojos azul zafiro, se lanzó a los brazos de su padre, Eduardo. Pero no estaban solos. De las sombras emergió la figura ominosa de un antiguo hechicero, cuyo rostro estaba escondido tras un capucha raída.
«¡Nadie se llevará lo que es mío!» rugió la voz cavernosa del hechicero. Mara, extendiendo la mano, conjuró una defensa mágica mientras Hugo invocaba un escudo de energía luminosa. Isolda, a kilómetros de distancia, sintió la perturbación temporal y concentró sus energías para mantener el portal y proteger a sus aprendices de la distancia.
Con un tremendo esfuerzo conjunto, los jóvenes lograron derrotar al hechicero, cuya figura se desvaneció en la nada. Tomaron a Estela y, triunfantes, corrieron de vuelta hacia el portal. De nuevo, las épocas se mezclaban y danzaban ante sus ojos hasta que, exhaustos pero eufóricos, emergieron de regreso en la cabaña.
Isolda los esperaba, sus ojos brillaban con alivio. El portal se cerró con un susurro de viento y la cabaña volvió a la calma con la luz de la chimenea parpadeando dulcemente. Eduardo, con lágrimas en los ojos, agradeció profundamente a Isolda y a sus valientes aprendices. «Sin vosotros, no habría podido salvar a mi hija.»
Los días siguientes se llenaron de risas y celebración. Estela, integrada en la cabaña, comenzó a aprender los rudimentos de la magia bajo la tutela de Isolda. Aunque las cicatrices de la aventura permanecían, el amor y la camaradería habían fortalecido su vínculo.
En una noche estrellada, mientras todos descansaban cerca del fuego, Mara rompió el silencio. «Isolda, he comprendido lo que decías sobre el tiempo. No es algo que se pueda jugar a la ligera. Pero a veces, el amor y la necesidad pueden justificar cualquier riesgo.» Isolda sonrió, orgullosa. «Precisamente, Mara. Es una lección difícil pero necesaria.»
Así, los cuatro continuaron su vida en la cabaña, unidos por las aventuras compartidas, el conocimiento adquirido y el amor que los mantenía juntos. Y aunque Isolda nunca volvió a intentar el peligroso conjuro, la experiencia les enseñó que con valentía y corazón, podían enfrentarse a cualquier adversidad.
Moraleja del cuento «La bruja y el conjuro que abrió las puertas del tiempo»
La verdadera magia reside en el amor y la valentía que se tienen entre sí, porque solo juntos, incluso los desafíos más imposibles se pueden superar. El respeto por el poder del tiempo y la naturaleza nos enseña que, con cuidado y sabiduría, podemos enfrentar cualquier reto sin perder nuestras almas en el proceso.