La bruja y la niña que descubrió el jardín de los hechizos

Breve resumen de la historia:

La bruja y la niña que descubrió el jardín de los hechizos En un pueblo dormido entre montañas verdes y bosques frondosos, vivía una anciana a la que todos conocían como Martilda. Sus cabellos blancos y alborotados parecían hilos de plata, sus ojos escondían profundos secretos y su risa resonaba como un eco envuelto en…

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La bruja y la niña que descubrió el jardín de los hechizos

La bruja y la niña que descubrió el jardín de los hechizos

En un pueblo dormido entre montañas verdes y bosques frondosos, vivía una anciana a la que todos conocían como Martilda. Sus cabellos blancos y alborotados parecían hilos de plata, sus ojos escondían profundos secretos y su risa resonaba como un eco envuelto en misterio. La gente del pueblo la evitaba, susurrando historias acerca de sus poderes arcanos y hechicerías; decían que Martilda era una bruja.

Pero no todos la temían. Había una niña llamada Clara, una pequeña de corazón inocente y mente curiosa, que siempre sentía una traición del deber cada vez que escuchaba los rumores sobre Martilda. Clara tenía el cabello color miel, los ojos verde esmeralda y un espíritu aventurero que la alejaba de las aburridas normas del pueblo. Una tarde, mientras jugaba cerca del borde del bosque, la curiosidad la llevó a adentrarse más allá de los límites permitidos.

Entre la niebla que comenzaba a descender como un manto etéreo, Clara vislumbró una cabaña curiosa rodeada de vegetación exuberante y flores de colores vibrantes que parecían brillar con luz propia. Sintiendo una atracción inexplicable hacia el lugar, se acercó con pasos tímidos. Allí, sentada en un banco de madera, estaba Martilda, quien levantó la vista y sonrió sin sorpresa.

—Bienvenida, pequeña Clara —dijo Martilda con voz suave pero firme—. Sabía que tarde o temprano vendrías a visitarme.

Clara se quedó estupefacta ante las palabras de la anciana, pero la calidez en la mirada de Martilda le proporcionó una confianza inesperada.

—La gente dice muchas cosas sobre ti —murmuró Clara, acercándose—. Pero no pareces mala.

Martilda rió entre dientes, un sonido que retumbó en el ambiente acogedor y le dio vida a las sombras danzantes bajo los árboles.

—Los humanos temen lo que no entienden —respondió la anciana—. Siéntate conmigo, Clara. Te contaré una historia.

Clara se sentó a los pies de Martilda, y la bruja empezó a relatar la historia del jardín de los hechizos, un lugar mágico oculto en las profundidades del bosque donde las plantas y flores poseían poderes extraordinarios. A medida que Martilda narraba, Clara se adentraba en un mundo de maravillas jamás imaginadas, olvidando por completo el paso del tiempo.

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Con cada noche que Clara pasaba en la cabaña, aprendía más sobre las maravillas de aquel jardín secreto. Martilda le enseñó a identificar las diferentes plantas, a preparar pociones curativas y a entender el lenguaje de los animales. Clara era una alumna atenta y respetuosa, cuyo corazón se iba entrelazando con el de la anciana.

Sin embargo, no todo era idílico. Una noche, mientras Clara y Martilda compartían una infusión de hierbas, las sombras se agitaron de manera inquietante. Martilda frunció el ceño y sus ojos se tornaron serios.

—Algo oscuro se avecina —advirtió—. Debes estar alerta y nunca perder la fe en lo aprendido.

Los días siguieron llenos de enseñanzas y secretos. Una mañana, Clara despertó con una sensación de inquietud. Decidió aventurarse más allá del jardín y fue entonces cuando encontró la fuente de su perturbación: un grupo de forasteros armados con antorchas y cuchillos se abría paso entre el follaje, deseosos de encontrar a la bruja que según ellos tanto mal había causado.

Clara corrió velozmente de regreso a la cabaña y alertó a Martilda. La anciana la miró con calma, como si aquel momento ya lo hubiera previsto.

—Es hora de utilizar lo que has aprendido, niña mía —dijo Martilda—. Debemos proteger el jardín.

Martilda y Clara trabajaron en conjunto, preparando hechizos y trampas para ahuyentar a los intrusos. Cuando los forasteros llegaron a la cabaña, se encontraron con ilusiones que los desconcertaban, plantas que brotaban y galopaban como bestias y senderos que daban vueltas en círculos eternos. Aterrorizados, los hombres abandonaron sus armas y huyeron despavoridos, jurando nunca más volver.

Al ver partir a los forasteros, Clara y Martilda se abrazaron, sintiendo la victoria y la paz regresar al jardín. En ese momento de unión, Clara se dio cuenta de cuánto había aprendido y crecido. Sus miedos se disiparon y en su lugar, un sentido de propósito y valentía la invadieron.

—Eres especial, Clara —dijo Martilda, acariciando los cabellos de la niña—. Nunca dejes que el miedo te aparte de tu verdadero camino.

Clara volvió a su pueblo, no sin antes prometer a Martilda que mantendría los secretos del jardín a salvo. Con el tiempo, las gentes del lugar vieron cambios en Clara; su habilidad para curar y su amor por la naturaleza se hicieron legendarios. Nunca más temieron a Martilda, y sus corazones, una vez llenos de prejuicios, se abrieron a lo inesperado.

Las visitas de Clara a Martilda nunca cesaron, y con cada una, la niña y la bruja fortalecieron su lazo, complementando sus almas como la tierra y el cielo. Juntas, cuidaron del jardín de los hechizos, ensalzando un vínculo inquebrantable, y el bosque floreció de magia y esperanza.

Y así, en aquel rincón mágico entre montañas, perduró una amistad que enseñó a todos, humanos y criaturas, que la sabiduría y la compasión son los verdaderos hechizos que traen la felicidad.

Moraleja del cuento «La bruja y la niña que descubrió el jardín de los hechizos»

No debemos temer aquello que desconocemos, ni juzgar a otros basándonos en rumores y prejuicios. La sabiduría, la valentía y el corazón abierto nos ayudan a descubrir las maravillas ocultas y a encontrar amistades inesperadas que enriquecen nuestras vidas de manera incalculable.

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